El huracán Karl trajo más aspaviento que viento y más despechados que destechados, yo soy uno de ellos. Me reí cuando mi mujer me pidió ayuda para pegar tiras cruzadas de papel adhesivo en las ventanas atendiendo las recomendaciones de las autoridades de protección civil, y más me reí cuando pasada la falsa alarma, tuvo que quitarlas sin mi ayuda y con cara de preocupación porque el pegamento tenía que limpiarse con alcohol para que después no se le pegue al vidrio la pelusa que vuela. El centro nacional de huracanes, de Miami porque aquí no tenemos, no apuntó bien, equivocó el sitio de entrada a tierra y la trayectoria de Karl, así que de todos modos cogió desprevenidos a los costeños de Úrsulo Galván, La Antigua y Zempoala, que estaban muy quitados de la pena viendo para Laguna Verde donde habían apagado los reactores y luego, como si el meteoro fuera un emisario del pasado cogió la ruta de Cortés para llegar al altiplano; a los jalapeños nos hizo lo mismo que a Juárez.
Se improvisaron albergues para la gente que vive en lugares riesgosos. Los lugares llamados así son los que la gente rica le ha dejado a la gente pobre: los campesinos sin campo que se arriman a los centros urbanos y forman eso que alguna vez le llamaron cinturones de miseria, nombre que resultó ser tan ofensivo para los fregados como para los ricos y, sobre todo para los especuladores de la tierra que no pueden ver un cacho de mapa sano que no se apoderen de él, para sí o para el negocio. El peyorativo nombre cayó en desuso, aunque no esas goteras de toda ciudad moderna. Los lugares riesgosos son invariablemente causes secos de ríos desecados que, cuando el agua recobra su memoria los inunda. Son también barrancones que se deslavan con el peso del agua obedeciendo la ley de la gravedad y ese extraño impulso del planeta de hacerse más redondo y más liso, rellenando huecos y aplanando cimas. Claro que los que han sido orillados por la gente decente a vivir en esos lugares, tienen que sufrir las consecuencias.
Los albergues, como su nombre lo indica, son lugares para guarecer a las personas a las que la sociedad a marginado desde antes, o sea, mandado a la vergüenza de la pobreza o menos que eso, a la sobrevivencia en lugares en donde no estarían si tuvieran la posibilidad de vivir en un buen fraccionamiento, o ya no la pidamos con trenzas, aunque sea pelona: en un complejo habitacional de interés social. Con algunas excepciones honrosas como la Xalapa 2000 donde los deslaves y los barrancones coexisten con los asustados vecinos.
¡Pero qué digo! Ahora la temporada de huracanes nos ha traído la modalidad de los “albergues patito” que consisten en que algunos vivales, aprovechándose de la necesidad ajena y de la bondad pública, abre un centro de acopio y ayuda para los supuestos damnificados, y se hace de todas las aportaciones para negociar con ellas y ganar dinero. Así que fíjense ustedes que el gobierno, la Cruz Roja, las almas caritativas y hasta la delincuencia organizada ofrece ayuda a los damnificados. Bueno, hasta el centro de convenciones internacionales de Boca del Río esta vez fue convertido en albergue.
¿Y los Templos? Esos templos que son catedrales, parroquias, iglesias, capillas, ermitas, administradas por el altruista y bondadoso clero católico, u otras religiones. Esos no dicen esta boca es mía, así se esté cayendo el cielo sobre sus feligreses. Los templos son propiedad de la nación, de acuerdo a su filosofía debieran ser los primeros en abrir sus puertas y convertirse en albergues para quien los necesite. El Estado debería invitarlos a que participen de ese modo, no que se van nada más a todo pa’cá y nada pa’llá. Serían albergues de lujo.
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