domingo, 24 de abril de 2011

¿OBRAS MAESTRAS?

Un tonto de capirote
que a nada atina ni acierta
oyó esa fábula incierta
que pregunta con rebote:
¿En una isla desierta
qué libros serían tu dote?
Y la pendeja respuesta:
¡pues la Biblia y El Quijote!
Fuese a comprar las dos obras
y leyó de hito en hito,
sin el otro requisito
de la isla entre las olas.
Se pasaba largas horas
tan absorto y embebido
sin comprender lo leído
sin recordar las parolas
que ni a orinar se paraba
este lector engreído.
que en su vida había leído
pues leer no se le daba.
Y mientras más avanzaba
su incomprendida lectura
la necesidad lo apura
con urgencia incontrolada,
y así nos cuenta esta trivia
de un tonto de capirote
que se ha meado en El Quijote
y se ha cagado en la Biblia.

AVENTURA EXTREMA

Escribo desde mi cama, convaleciente de las vacaciones de semana santa, ritual obligado para un fatigoso descanso. No sé si sobreviviré a los cuatro días de asueto dentro de los cuales nos permitimos todos los excesos que en condiciones de burocrática normalidad se evitan. Me pregunto ¿quién inventaría que la playa y la montaña son los mejores lugares para pasar vacaciones?
El jueves santo salimos muy temprano la familia de cuatro, dentro de mi auto que ya no paga tenencia, rumbo a las costas de la Villa Rica a dónde va la gente a quien no le alcanza el sueldo para pagar hotel de cinco estrellas en Boca del Río. Llevamos hasta el perico aunque, el gato, más inteligente, decidió no acompañarnos y se nos bajó del coche cuando mi hija, la última en subir, abrió la puerta; le echamos la culpa de la huída del minino, a sabiendas de que de todos modos se hubiera salido por la ventana abierta por la falta de clima artificial dentro de la charchina. No hicieron falta los atascos de carretera perpetrados por sindicatos inconformes, las casetas de peaje se bastaron solas para estancar el tránsito. A vuelta de rueda avanzamos con el billete de cincuenta pesos en mano viendo la caseta cerca en distancia pero muy lejana en tiempo. Nunca falta un vivo con placas del D.F. o del EdoMex., que cuando estás a punto de llegar se te mete a la fila con riesgo de provocar un alcance y, si lo logra por tu cortesía, se voltea a pitorrease de ti. Después de la caseta y ya un poco encarrerados, digo, dentro de lo que permite el motor gastadito de mi automóvil, no faltaron detenciones por reparación de la carpeta asfáltica, hecha por trabajadores asoleados y ennegrecidos por la intemperie, que le hacen a uno señas con franelas rojas o paliacates jarochos para que se detenga detrás de una fila gigantesca de camiones de doble remolque, y otros armatostes que no dejan ver lo que pasa adelante, sólo el cambio de textura de la carpeta, avisa con sus ranuras que adelante hay maniobra. Todo mundo dentro del coche se pregunta por qué los operarios de caminos no descansan esos días. La compostura carretera permite que los chilangos y mexiquenses se bajen a las cunetas y rebasen por la derecha a los que vamos cuidadosamente en la fila que no camina. Por fin llegamos al pueblo de Villa Rica, que ha dejado de ser un lugar romántico y solitario, para convertirse por esta semana en un gran patio de maniobras y estacionamiento con vista al mar. Sobre los angostos pasadizos que dejan los turistas después de estacionar sus autos, modestos como el mío, se hacen pelotas de frente y de reversa los camiones de La Armada que vigila que todo marche viento en popa. Los restaurantes de tres o cuatro mesas bajo cobertizos de palma, ofrecen cocteles de toxinas de alergia y fritangas aromáticas al más rancio estilo culinario jarocho que, me hace pensar que si hubiera comido Hernán Cortés a su llegada al lugar, otro gallo nos hubiera cantado. Las cabañas de madera ofrecidas en renta, docientos cincuenta pesos diarios, muy baratas, con ventilador, cucarachas por doquier, hormigas, excusado comunal a veinte metros de distancia y regadera a la intemperie, todo compartido con vaya usted a saber quién; aunque, dicho sea en honras del turismo local, de repente se dejan ver algunas jovenzuelas bastante bien estibadas, algunas con cimientos como para seis pisos.
Para el viernes santo la cruda etílica fue curada con cerveza en ayunas a la hora de la salida del sol y sentados frente al levante, sobre sillas plegadizas de tela, de esas que una vez dobladas requieren de un curso y manual del operario para volver a ponerlas en posición de utilidad. Los que disfrutábamos el amanecer en pleno chacoteo, éramos los mismos que horas antes nos mirábamos con recelo de desconocidos y, a lo mejor entre ellos estaba alguno de los que nos habían rebasado por la derecha y había recibido una andanada de mentadas de madre jarochas. El día pasó entre tragos, botanas, almuerzo, invitaciones, más tragos, revoltura de todo porque unos llevaban tequila, otros ron, otros cervezas y uno que otro güisqui del más corrientito del mercado. Para el atardecer todos estábamos embarrados de arena, con los ombligos fuera del calzón de baño y mirando pa’bajo.
El sábado de Gloria los chilangos iniciaron el día con su insociable costumbre de mojar al prójimo, así que nos habilitamos con cubetas de todos tamaños y los que no con vasos y culos de coca cola de plástico cortados a modo de que funcionaran como recipientes. La guerra de agua ocasionó algunos enojos, sobre todo cuando un atrevido bañó a mi mujer a quien no le gustan las bromas y tuve que surtírmelo… o intentar surtírmelo con lo que la diversión se convirtió en una guerra campal de todos contra todos a cachetada limpia, nalgadas, arañazos, hasta que La Armada haciéndose espacio con su carromato monstruoso intervino para meter paz, para que no llegara la sangre al río… bueno, en este caso al mar que para ese tiempo ya estaba picadón también.
Algunas prudentes familias, decidieron cerrar ese día su período vacacional, subir sus chivas a sus respectivas charchinas y emprender el regreso al altiplano, no faltó el cruzamiento de tarjetas de presentación, invitaciones para el año entrante y desde luego disculpas por los excesos y molestias; los más resistentes seguimos consumiendo lo poco que iba quedando, para amanecer el domingo de resurrección como recién resucitados. Quepa aclarar que las camas de los albergues o cabañuelas de alquiler, no son nada cómodos, que los mosquitos le zumban a uno toda la noche en las orejas y le pican hasta entre los dedos de los pies, que también hay garrapatas que se suben a la ropa cuando se visita el cimiento de la casa de Cortés, que en realidad es lo que queda de una caballeriza.
El último día decidimos ir a “la Quebrada” que es una ranura rocosa entre dos lomas posiblemente basálticas, a la que se llega echando los hígados. En el trayecto de ida y vuelta, no faltó quien se parara sobre las espinas de una mimosa púdica, quien se rayara el cuero con el cornezuelo, quien creyera ver una serpiente y que nos cosieran los moscos a piquetes. El botiquín de primeros auxilios que llevaba mi señora, fue lo que más se usó en este paseo. Desde lo alto de la loma se puede ver el edificio de la nucleoeléctrica de Laguna Verde. No es como La Quebrada de Acapulco, porque aquí nadie se puede tirar desde arriba… más de una vez. Se puede bajar hasta donde golpea la pleamar, por una escalera de piedras que nos dijeron que mandó a hacer Dante cuando fue gobernador. ¿Pa’ Qué? ¿Quién sabe?
De regreso el domingo decidimos coger el camino que pasa por Mozomboa, para no arracimarnos con la chilangada. Otro viacrucis: tuvimos que vadear un río, ahí se nos quedó la charchina porque se le mojó el distribuidor y hubo que sacarla con ayuda de dos bovinos que la jalaron, luego la talacha de secar cables, bobinas que no tienen nada que ver con los bovinos del arrastre; el camino una lástima, entre baches y topes se hace una eternidad; vinimos a caer por el rumbo de Actopan-Almolonga y ya rumbo al Castillo otro sufrimiento que nos hizo llegar a la conclusión de que este Estado no es turístico, a no ser que sea de turismo de aventura extrema.
He jurado pasar la próxima semana santa en mi oficina, no importa que mis hijos se burlen de mí y me digan que ya estoy como los oficiales de tránsito que cuando les toca día franco se van a parar al crucero.

viernes, 15 de abril de 2011

SOFÁ CELESTIAL

Mi pequeño sobrino se acercó a mí con cara de duda y me preguntó: “¿Verdad tío que Dios está sentado en un sofá? Tuve que hacer un esfuerzo para contener la risa que podía haberlo sorprendido y, le contesté con otra pregunta, mientras trataba de encontrar una respuesta adecuada a su preocupación: ¿Quién te ha dicho eso? Nadie- me contestó y agregó- “yo creo eso porque los sofás son muy cómodos”… “y dios necesita estar cómodo si la ha de pasar sentado por toda la eternidad” agregué intentando completar el pensamiento del chamaco. ¡Ajá! dijo el pequeño, y concluí: pues sí, Dios está sentado en un sofá. El niño de cinco años se fue muy contento con la respuesta y yo me quedé tratando de escrutar todas las consecuencias que entraña la enseñanza de falacias ofrecidas como verdades. Recordé que la idea de que Dios está sentado, nos la dieron las catequistas a los niños que antaño, fuimos obligados a asistir a la doctrina, y tal vez no fue tan mala la enseñanza, porque nos dio la pauta de que, la mentira es el pan nuestro de cada día y, las verdades son por lo regular ofensivas y groseras. Un mundo socialmente refinado y armónico requiere del engaño como el mejor lubricante, no se puede ir por el mundo diciendo verdades, a no ser que se acepte el riesgo de echarse encima enemigos gratuitos. El emporio de control y riqueza estructurado sobre cimientos de mentiras, que partió de Roma desde el siglo IV, que se dio en llamar Iglesia Cristiana y que después de mil setecientos años conserva su hegemonía en toda Europa y América, impuso desde entonces a base de sangre y tortura un control tan grande, porque condenó y combatió la duda, el análisis, la inteligencia, y dio como “verdad” indiscutible y dogmática, una sarta de mentiras como esa de que dios tuvo un hijo que murió por nosotros tres días, después de los cuales resucitó y está sentado a su diestra y, en el orden de ideas de mi sobrino nieto, ocupando tal vez el mismo sofá. Nuestra vida está normada por esas falacias, mire usted si no: la semana “mayor” es exactamente del mismo tamaño que todas las semanas del año; en ella se celebran hechos que, las generaciones vivientes los dan por ciertos, pero de los que nadie tiene información precisa de cuándo ocurrieron; ni siquiera si ocurrieron en verdad o es un bonito cuento flotando en el espacio y el tiempo, el cual se ubica a veces en abril como ahora, a veces en marzo y a veces en febrero; cronológicamente no tiene asiento, es decir, no tiene sofá. Que si ocurrió en el año 33 o seis años después o antes, tampoco se tiene la certidumbre, la gente lo admite por dogmatismo o por fatiga mental; ante discusiones bizantinas, lo cómodo es aceptar la celebración y tratar de divertirse a su costa, a pesar de las críticas y prohibiciones de la propia Iglesia que siempre ha estado en contra del buen humor. Los días de asueto por una celebración religiosa, son una aberración en países democráticos como el nuestro, que pretenden ser laicos. Históricamente pudiera justificarse la conmemoración en donde la Iglesia y el Estado siguen sometiendo al pueblo en común acuerdo, para exprimirle el bolsillo y los sesos; pero en un país con pretensiones liberales, que tuvo una luminosa guerra de Reforma y una oprobiosa guerra cristera, en las que la religión hegemónica hizo todo lo que tuvo a su alcance para oponerse a los intereses de la República, celebraciones como la holganza en la semana “santa” son un despropósito y un acto de lesa inteligencia. Desgraciadamente tenemos que asumirlo hasta los que estamos avisados del engaño, porque nadie da golpe, las escuelas cierran sus puertas, las oficinas entran en el tobogán de la indolencia con mayor velocidad de la acostumbrada, los trabajadores reclaman el asueto, la propaganda induce a las compras de objetos vacacionales, los hoteles invitan a hacer turismo, Protección Civil se apresta a cuidar a los incautos visitantes y, en general la mentira tantas veces repetida se convierte en una verdad absurda económicamente explotable. Hay quien evita la polémica afirmando que toda creencia merece respeto, pero cada día me convenzo más de que hay creencias que no merecen ningún respeto.

viernes, 1 de abril de 2011

PUNTERÍA

Ayer por la mañana muy temprano, un pájaro me cagó en la cabeza, me dejó escurriendo y discurriendo en que lo hizo por puro juego, por probar la puntería, por el placer de hacer una maldad venial con la cual conmemorar el advenimiento de la primavera desde la fronda de un viejo tulipán de la India. Los pájaros se divierten cagando a la gente, pensé, es una manera de reírse, de gozar la vida, las alas, la posición elevada, no es por otra razón, alguna alegría debe darle a uno el culo. Vean si no: tengo la cabeza pelona, monda y lironda, brillante como una bola 7 de billar, de ese mismo color, toda una invitación a que me la caguen los que vuelan arriba de mi cocoliso. Me detuve bajo el árbol para hablar con una guapa joven que me hizo plática durante tres o cuatro minutos, los que terminaron con su risa reprimida cuando la cagada rebotó sobre mi coronilla con un golpe seco, que yo oí como un tronido y sentí como un garnucho, un suave coscorrón con los nudillos de los dedos como los que en mi infancia me daba mi padre para demostrarme su atención y cariño. Quizá ella no lo oyó tan fuerte como yo, que me retumbó en el paladar, pero si lo vio y reprimió una risa que convertida en sonrisa se volvió franca al escuchar mi frase de sorpresa: “Ya me cagó un pájaro”… los dos dejamos de vernos a los ojos y volvimos la vista hacia el cielo, confiados en que no habría por el momento una segunda andanada de cagarrutas, el pájaro acompañado de otros cantaba, o graznaba, o chachalaqueaba de un modo celebrante, como si festinara su buena puntería piando ¡Di en el blanco, di en el blanco! Ella todavía alcanzó a consolarme: “dicen que eso es de buena suerte”. Se acabó la plática, me llevé la mano al bolsillo trasero del pantalón donde acostumbro portar un jarochísimo paliacate rojo, una institución para todo, en especial para esos menesteres de limpiarse la caca de pájaro de la cabeza, el sudor del cuello o los mocos de la nariz; pero esta vez mi mano se encontró con el vacío, me tenté la nalga derecha solamente, había olvidado echarme el paliacate en la bolsa trasera del pantalón, así que sin despedirme de la dama corrí para mi casa a unos cuantos pasos, veinte metros más o menos, abrí la puerta intempestivamente, corrí hacia el baño donde sabía que encontraría un rollo de papel higiénico cuando, mi esposa viendo mis apuros y la dirección hacia donde corría me preguntó: ¿Qué, tienes chorrillo? -No mujer, dije sin abandonar el apuro, - “un pinche pájaro me cagó la cabeza”; a ella también le dio mucha risa y también evocó la buena suerte, pero la frase se quedó resonándome en los oídos como un trabalenguas, ya con el papel en la mano, reparé en su cadencia, en su armonía, en su vocación de poema o de canción: “un pinche pájaro me cagó la cabeza”… digna de un Rap, de título para un cuento, de epígrafe para una novela, una pieza literaria de alta factura, merecedora de estar en algún libro de Gabriel García Márquez o de Mario Vargas Llosa, o de Enrique Serna a quien tanto gustan las palabras gruesas. Entonces dije para mis adentros: esto es digno de quedar en letras de molde, no puede perderse en el aire, sobretodo en este aire primaveral cargado de alergias. Una vez que hube limpiado mi cuero cabelludo… ex cabelludo, tuve el cuidado, quizá morboso, de mirar y oler lo que me había quitado de encima, eran pequeñas semillas, alimento de pájaros, observé, diseminadas en un líquido rojizo, sin ningún aroma, sin nada que pudiera causar repugnancia como la de cualquiera de nosotros, nada de eso, el excremento de las aves es un prodigio de la naturaleza, un obsequio fertilizante hasta para las ideas. Por un momento me sorprendí agradeciendo al ave el que hubiera abonado y lubricado el lugar donde alguna vez tuve una mollera inmaculada, en blanco, como la página de un cuaderno donde apenas se ha de escribir una historia, una leyenda, una biografía pletórica de golpes de suerte y de desgracias, de conquistas y fracasos, de logros y frustraciones. Por la tarde, ya repuesto del ridículo matutino, me acerqué al vecindario donde vi entrar a la guapa dama que había sido testigo del incidente, con el propósito de terminar el diálogo, quizá tratando de propiciar un encuentro menos desafortunado. Me asomé por una ventana y me encontré con la cara de un señor que me preguntó amablemente a quién buscaba, le dije y, después de filiarme de abajo para arriba se fijó en mi cabeza y aclaró: ¡Ah! Usted es al que hoy en la mañana cagó un pájaro.