miércoles, 29 de diciembre de 2010

SOBERBIA INCURABLE

Como un simple espectador a distancia a través de los medios de información televisivos, puedo, como muchos, hacerme una idea de las que pasó Diego Fernández de Cevallos durante el tiempo en que desapareció de su ambiente doméstico y, la primera impresión que me asalta es de que no aprendió la lección y que si le quitaron mucho, no fue tanto porque mucho le quedó. ¡Miren ustedes que regresar de un secuestro tan entero, tan campante! manejando su propio “Mercedes” sin que se le atoraran las barbas en el volante, tan echador y perdona vidas, tanto o más que antes de que lo levantaran… Qué digo levantaran, más ya no es posible, diré que lo atraparan para llevarlo a quién sabe dónde por poco más de medio año… A mí algo me dice que esto tiene más cara de farsa que de realidad, que el “secuestro” así entre comillas, ha sido orquestado con propósitos políticos para ganarse los votos de lástima del pueblo que se conmueve con las angustias ajenas, en las próximas elecciones y que si no votara por él votará para donde señale su dedo.
Me remite este “secuestro” a otro que tuvimos hace poco más de tres años aquí en Veracruz con un candidato huasteco que “ganó” una diputación estando cautivo y apareció el mero día de la toma de protesta del cargo, total para qué, si ni legislar supo. Me huele a algo podrido muy parecido al intento de secuestro del gobernador de Oaxaca José Murat Casab. Y cito estos dos clarísimos casos de farsantes irredentos y premiados por el sistema, para apoyar la idea de que los ciudadanos comunes y corrientes somos simples espectadores de una tramoya, de un escenario, de un suceso teatral que no es aislado e increíble, sino muy socorrido a ciertos niveles y esperanzas de poder o de notoriedad, o de autoafirmación o vaya usted a saber que complejos mueven a un aspirante a más, a entrar en un escenario teatral para fijar en sí la vista del respetable.
Diego Fernández de Cevallos debe tener unos testículos tan grandes y barbados como sus cachetes, para afrontar con tanta valentía y soberbia ese pasaje de su vida… de ser cierto; otro cualquiera hubiera regresado humildito, calladito, agachadito. Este se las trae, regresó bendiciendo a dios y a la virgen y no al revés, porque él es mucho más chingón que dios y que la virgen; regresó con la grandeza espiritual de haber perdonado a sus “captores” ¡Que huevos dios mío! Regresó diciendo que continuará haciendo su vida igualito que como la venía haciendo. ¡Si este hombre extraordinario no es un héroe, yo no sé quién puede serlo en este país de secuestradores y secuestrables! Tal vez sepa yo quiénes no son héroes: no son héroes los que todos los días se levantan a enfrentarse con la vida para ganarse el pan honradamente, no son héroes los que reciben la noticia rascándose la cabeza, de que el salario mínimo para 2011 aumentará el 4.1 %, o sea dos pesos con veinte centavos más que el año pasado. No somos héroes los que nos ponemos a temblar con el simple telefonazo de algún maloso diciéndonos falsamente que tienen secuestrada a nuestra hija. Pero… este hombre blanco y barbado al que se le ve la armadura por fuera y por dentro, éste que sus fechorías pasan como golpes de fortuna, éste que soltó más de veinte millones de dólares, más o menos doscientos cincuenta millones de pesos mexicanos con la mano en la cintura, éste que tiene a dios asido por sus benditas barbas, éste es el verdadero héroe a la altura del arte… escénico.
Que me perdonen mis conciudadanos, que me critiquen todo lo que quieran, pero yo no le doy crédito a lo visto y oído en los medios de comunicación, no me lo trago, no puedo, no me baja ni con jugo de naranja como las purgas que me daba mi abuela. Quisiera suponer que lo que nos dieron como primicia noticiosa fue una segunda parte, que la primera no se vio ni se verá y que era de un Diego lloroso y escarmentado, convencido de la urgencia de pedir perdón de todos sus atropellos y trapacerías documentadas a través de los años en los mismos medios que ahora lo escenifican como el protagonista bíblico de la vuelta del hijo pródigo. Tal vez esa escena si me la creyera, pero… ya los captores relatarán la verdad cuando los agarren, si es que los agarran, si es que hubo captores de verdad; que este mundo es una farsa y los farsantes reclaman el aplauso.

viernes, 24 de diciembre de 2010

INOCENTES

Cada día me convenzo con más firmeza que a los seres humanos nos gusta vivir a base de mentiras, diciéndolas y escuchándolas. Cuando las decimos por primera vez, tenemos plena conciencia de que estamos faltando a la verdad, pero si tenemos la oportunidad de repetirlas, nosotros mismos dudamos si son verdad o mentira, y si la suerte nos pone en la posibilidad de decir la misma falsedad por tercera vez, ya no dudamos, lo hacemos convencidos de que es una verdad auténtica; de ahí en adelante la afirmamos con tal contundencia, que incluso nos ofende quien duda de la veracidad de lo que decimos y la defendemos a capa y espada. No sé si algún estudioso de la sicología humana haya investigado ya este fenómeno, no lo recuerdo en Freud, mi sicólogo de cabecera, no lo he leído en otros, pero es un asunto de suma importancia por su práctica cotidiana; ya debiera tener un nombre, por ejemplo “el complejo de Constantino”, porque fue este emperador romano el que hizo del mito de Jesús, uno de los cárteles mejor organizados, universalmente aceptado y más lucrativos que recuerde la historia. Y si bien los sicólogos no se han ocupado mucho del asunto, los políticos sí. La política universalmente y, en particular nuestra muy mexicana política se funda en una observación acertadísima que se enuncia así: “Una mentira repetida muchas veces se vuelve verdad”.
Por otra parte nos gusta creer muchas mentiras, algunas tan grandes que se les compara a ruedas de molino. Nuestra afición aprendida desde la infancia, etapa de la vida en que no tenemos más remedio que creernos todo lo que se nos dice, parece que se prolonga hasta muy avanzada edad, de modo que aceptamos sin discusión afirmaciones dogmáticas que con un brevísimo análisis, si nos lo propusiéramos, caerían por su propio peso. Nos gusta sin embargo oír mentiras, cuentos, narraciones increíbles; en ese rango están las leyendas de Harry Potter, los cuentos de Green, las películas Disney, el Quijote de la Mancha y la Biblia, por mencionar algunas; pero estamos dispuestos a aceptarlas como verdades con tanto gusto y a veces con tanta seriedad, que cometemos la paradójica burla de jurar decir la verdad poniendo la mano sobre la Biblia, uno de los libros que contiene más cuentos y falsedades que cualquier novela de ficción.
Creer mentiras es lo que explica la temporada de pre posadas, posadas, nacimientos, santacloses, santos inocentes, prepuciadas, santos reyes y otras zarandajas y paparruchas que recibimos con beneplácito, poniendo cara de inocentes y jugando a ser buenas personas, rascándonos el bolsillo para regalar cosas inútiles a quienes nada les hace falta ¡Falso, todo falso!
Cuando la Ilustración empujó al Oscurantismo al rincón de los desechos y la ciencia buscadora de la verdad se enseñoreó sobre la tierra, no faltaron los pseudocientíficos que por una paga trataron de darle credibilidad a las grandes mentiras en que la religión había sostenido por siglos su hegemonía; así nacieron explicaciones “científicas” de la separación de las aguas del mar rojo; de la detención del sol en el cielo para darle la victoria a los elegidos de dios; de la “autenticidad” de la sábana santa, de la durabilidad del ayate de Juan Diego; en fin, hubo científico (Leo Alletius) que comprometió su honorabilidad redactando un iluminado ensayo (De Preaputio Domini Nostri Jesu Cristi Diatriba) sosteniendo que el anillo de Saturno era ni más ni menos que el prepucio de Cristo elevado a las alturas al mismo tiempo que la asunción general.
Para mi sigue siendo una crueldad mental engañar a los niños con Papá Noel o Santa Claus o como se quiera llamar a ese viejo que le gusta el hollín; me parece repugnante mentir con la mayor desvergüenza respecto a la supuesta venida de los santos reyes a traerle regalos a los niños que se portan bien. Los padres no tienen idea del daño que causan a los niños enseñándolos a creer mentiras tan grandes; de hecho los preparan para ser dóciles receptores de los gobiernos mentirosos y las religiones dogmáticas y absurdas.En los niños crédulos es entre los que Marcial Maciel y otros como él, encontraron las víctimas propicias para sus fechorías. Amén.

sábado, 18 de diciembre de 2010

EL ÚLTIMO ARBOL

A la orilla del río un pino taciturno medita su suicidio sobre el agua sin reflejos, sucia, espesa y agria; árbol enfermo, viejo y desnutrido por el lugar infecto donde se halla; cerca de él dos guardias armados con sendos rifles sónicos otean el horizonte desde un promontorio de escombros; visten uniforme térmico auto-regulable, confeccionado con espuma comprimida de neopreno flexible, de color mimético, blindado, entallado completamente al cuerpo, lo último en sistema tegumentario sintético. Son guardias forestales que tienen la consigna de cuidar, con su propia vida, la seguridad del último abeto del continente americano que, gracias a los cuidados de que es objeto, ha podido conservarse precariamente por encima de la exterminadora contaminación, sumada a las adversas condiciones climáticas provocadas por el incontrolable calentamiento global que arreció a fines del siglo XXI.
El pequeño árbol ha sido descubierto recientemente por el eminente fitógrafo canadiense William Mc’ Arce, quien en una de sus exploraciones científicas llegó a las estribaciones de una elevación orográfica conocida con el nombre de “Big Peter’s Coffer” (Cofre de Perote en el antiguo idioma hispano). El hallazgo lo hizo guiado por viejas consejas orales trasmitidas a través de tres generaciones de sobrevivientes de la hecatombe producida por el huracán “Noé” de finales del siglo anterior. Inmediatamente después de su descubrimiento se tomaron las medidas necesarias para proteger el valioso tesoro botánico, de su principal depredador, que sin lugar a dudas es el mismo ser humano, en particular de esas peligrosas hordas delincuenciales que con el pretexto de reivindicar costumbres ancestrales, pretenden apoderarse del último árbol que queda sobre la faz de este continente que se hunde cada vez más en las turbulentas aguas de los océanos que lo circundan.
Entre los viejos hábitos que estos salvajes pretenden resucitar, está ese extraño ritual cuyo origen se pierde en la oscuridad del tiempo, consistente en cortar determinados árboles para llevarlos al domicilio, adornarlos con esferas de vidrio y luces de colores, en la época en que se señalaba el último mes del año calendárico; me refiero al antiquísimo almanaque gregoriano que rigió hasta finales del siglo XXII en que se adoptó el calendario infinito de los antiguos mayas.
Esa costumbre de derribar árboles se generalizó a tal grado en el mundo incauto de entonces, que no había familia (antiguo régimen de agrupación simbiótica) que no introdujera en su domicilio aquellas especies arbóreas conocidas como “arbolitos de navidad” para conmemorar un hecho incierto como era el supuesto natalicio de una dios humanizado al que sacrificaban en su honor esa especie vegetal. Con el tiempo la tala de temporada acabó con los abetos que eran los adecuados para esa ceremonia supersticiosa y, habiéndolo agotado se buscaron otras especies parecidas y aún distintas, al grado de que poco antes de su eliminación total, se comenzaron a usar sucedáneos y remedos de árbol. ¡A ese grado estaba arraigada la costumbre!
Cuando Mc’ Arce descubrió el último abeto y la noticia se difundió universalmente a través del ciberespacio, aparecieron por todas partes las “Hordas Pírricas” tratando de apoderarse del último árbol para llevarlo a su refugio provisional, que más bien era definitivo, porque hacía ya muchos lustros de que las dependencias de protección ciudadana habían improvisado refugios de damnificados por el huracán Noé, que a la sazón estaban convertidos en domicilios permanentes. Se les llamó hordas pírricas, porque eran grupos que no teniendo absolutamente nada que perder, cualquier cosa que lograran era ganancia, de modo que empeñaban todo su arrojo y coraje para obtener cosa nimias e insignificantes.
Es deprimente observar como los guardias forestales cuidadores del último árbol, luchan y exterminan a los osados que se aproximan al taciturno abeto que, sobre el agua sin reflejos medita desdeñosamente su suicidio.

martes, 14 de diciembre de 2010

COSTUMBRES ANTIECOLÓGICAS

¿Habrá una costumbre más anti-ecológica que cortar un árbol, arrastrarlo hasta la casa, ponerle luces de encendido intermitente, esferas, y a los veinte días tirarlo a la basura? Pues tal vez esta sea la peor, pero hay muchas otras que no le van muy a la zaga, y que se exacerban en esta temporada navideña: quitarle el musgo a las piedras, el paxtle a los árboles para recrear el pesebre natal, son hábitos depredadores que dañan a la naturaleza. La gente abusa porque nadie se ha puesto a pensar hasta ahora, en el daño que causamos al entorno natural al que cada vez le cuesta más trabajo y más tiempo reponerse. Los mercachifles a los que les importa un pito de sereno el mundo mientras se ganen unos pesos, ponen al alcance de la gente incauta a precios exagerados, puras cosas inútiles: jacales de palitos, niños dioses de todos tamaños y texturas, ropita para vestirlos, sombreritos y zapatitos tejidos en miniatura, parejas de san José y la virgen, de barro, de porcelana, de hoja de lata, de madera, tríos de santos reyes, incienso, copal, incensarios. Encima los bancos lo inducen a uno a gastar con tarjeta, a mostrar los buenos deseos con buenos regalos; las tiendas te suenan el monedero. En la fiesta de navidad con cena y recalentado, no puede faltar un ave, un pez y un mamífero: pavo, guajolote o totole, o pollo cuando menos, bacalao noruego, tiburón del pacífico que sabe igual o de perdido charales con romeritos. Jamón de cerdo o embutido de sobras de ese que sabe a papel higiénico reciclado. Todo esto se lo aprieta uno en la boca y en la panza a deshoras y en gran cantidad, arrempujado con aguardientes de dudosa calidad, de modo que al día siguiente si no es que al ratito, entra uno en franca agonía para hacer la digestión, con la entendible dificultad del corazón que si en ese rato alguien te truena un totopo en la oreja, seguro pasas a mejores.
¿Habrá una temporada más absurda que esta? Yo creo que no. Es la época en que lo obligan a uno a hacer lo que no ha querido hacer todo el resto del año, so pretexto de que la navidad es época de reconciliaciones, perdones, buenos propósitos y otras paparruchas odiosas. Tiene uno que reunirse con parientes vomitivos y repugnantes, primas gordas como ballenas o arrugadas como trompas de elefante; tiene uno que reírse de los chistes mal contados, viejos y resobados del pariente que trata de hacerse el gracioso haciendo un esfuerzo descomunal; hay que entrar a juegos dignos de retrasados mentales como las arrebatingas de regalos sin ningún valor para nadie. Y tiene uno que entrarle porque no es posible aislarse en medio de la batahola; si te aíslas los chiquillos creerán que te escondiste y te irán a buscar, o si te sientas en el rincón más apartado a descabezar un sueñito indispensable, te pasarán por encima la docena de engendros de toda la parentela y no te dejarán en paz. Tampoco puedes mandar a todos a la tiznada e irte a dormir a tu casa tranquilamente, porque al otro día la familia te recriminará y te pasarás el recalentado viendo caras tamaño oficio. Se necesita ser estoico para soportar una fiesta navideña de esta laya, pero no hay de otras… Puede que haya peores, como por ejemplo que te toque sentarte junto a algún pariente que tenga H1-N1 que te tosa o estornude en la oreja, o que te sientes enfrente de alguno que escupa al hablar y que se le haga espuma en las comisuras de los labios, eso si ya sería el colmo. Puede parecerles una exageración esto que digo, pero les juro que a mí me ha ocurrido con harta frecuencia y no digo nombres sólo para evitar un disgusto que dure de diciembre a diciembre.
Son tan anti-ecológicas estas fiestas de temporada, que la Comisión Federal de Electricidad se erige en censora de la diversión y en el siguiente bimestre le embute a todo usuario cautivo, (que no hay de otros) un cuentón sin mirar el medidor, nomás porque la tradición es que en esas fechas la mayoría le pone luces a los árboles.Sueño con una navidad que pase con la tranquilidad de un mes de agosto, con una nochecita navideña en que me pueda sentar sólo, o con un amigo viejo o una amiga no tan vieja, frente a una chimenea, a tomar una copa de vino y a platicar sobre el último libro leído… Quizá quemar leños sea anti-ecológico, pero a mi edad es ya la única manera de echar un palito al fuego.

LUZ Y SONIDO

Unos amigos entrañables me invitaron a la primera comunión de su adorado engendro, a pesar de conocer mi galopante ateísmo y fui a la ceremonia, después a espléndida comida en restaurante de moda y, al despedirme fui obsequiado con una bolsa de “recuerdos” de la ocasión dentro de la cual, entre pequeñas tarjetas y cerámicas fechadas, venía un paquete de ostias pintadas de colores y recortes de grandes ostias al natural.
Para el desayuno del día siguiente abrí el celofán de las ostias pequeñas y las saboreé bajándomelas con café con leche para evitar que, como antaño, se me pegaran en el paladar. El sabor de la harina de que están hechas, me remontó a mis recuerdos de la infancia en Jalacingo en donde hice mi primera comunión con tanto gusto y algunas otras a regañadientes… Pero, ese saborcito… Ahora le faltaba algo, por mucho que lo aderezara con cafecito caliente, por más que en vez de sólo una me apretara en la boca media docena de ostias no me supieron igual a aquellas que según mi madrina de comunión, doña Mariquita Serrano Cuevas que Dios ha de tener en buen pesebre, estaban consagradas y contenían el cuerpo de nuestro señor. ¿Acaso a estas les faltare eso?
Desenvolví un paquete grande de celofán que contenía ostias grandes, como las que los curas tienen que partir en dos o cuatro pedazos para metérselas a la boca, suponiendo que el sabor sería distinto, pero era el mismo que el de las pequeñas, insípido, medicinal, de harina cruda.
¿La vejez me ha arrancado la eficacia de las papilas gustativas? Me pregunté, y me contesté metiéndome otra solitaria ostia en la boca tragándomelas sin masticación, para comprobar si en eso estaba la diferencia. ¡Pues no! No está en eso. En ese momento mi mujer se sentó a la mesa con su taza de café en la mano, tomó la bolsa de ostias y diciendo: “A ver” las probó sólo para decir: “¡Guácala!” Y eso que ella conserva sus creencias católicas y de vez en cuando asiste a las misas de cuerpo presente de nuestros amigos que ya se están desmadejando de viejos, y comulga a la salud de tal o cual difunto cada que se da el caso, que es cada vez más seguido.
Casi sin quererlo mis recuerdos me llevaron a escenificar la ceremonia de comunión en las que las ostias me sabían a gloria: La iglesia del padre Jesús era iluminada con grandes cirios que olían a cera, todas las luces del templo se encendían y reflejaban en los remates de oro del retablo principal, el organista hacía sonar el instrumento, primero suavemente, pedaleándolo con delicadeza; el sacerdote oficiante iba haciendo una serie de movimientos cifrados, aunque siempre los mismos, que reclamaban atención absoluta, no permitía la menor distracción, los feligreses sentados alrededor de uno tampoco permitían digresión ninguna, callando a quien chistara e incluso coscorroneando impunemente a los menores que se removieran en la incómoda banca de madera pelona. En un momento dado el oficiante tomaba la ostia descomunal con cuatro dedos, dos de cada mano y la elevaba hacia la bóveda del tempo que dejaba caer una luz cenital, en ese instante se desgranaba un tañer de campanas que los monaguillos en torno al sacerdote hacían repicar intensamente, otro columpiaba un incensario que invadía del sabroso aroma del incienso todo el lugar y el organista aporreaba el órgano a todo volumen pedaleando como para subir la cuesta más empinada. En medio de ese espectáculo de luz y sonido el sacerdote comulgaba con ostias y vino, guardaba todo en un relicario con puerta de oro y con un además de: “Ora si, les toca a ustedes”, nos invitaba a tomar la comunión.
Cuando volví de mi recuerdo me encontré en la mesa de mi casa con mi taza de café enfrente y mi mujer al lado haciéndole fuchi a los recortes de ostias y reflexioné: La Iglesia es la inventora del asalto subliminal, penetra tu conciencia por medio de todos los sentidos, vista, oído, olfato y gusto. Con esa intromisión de estímulos uno puede encontrarle buen sabor hasta a la hiel… Y concluí: A estas ostias que me estoy desayunando les falta todo eso: luz, ruido, olor y consecuentemente sabor.