jueves, 3 de junio de 2021

 

 

 

 

 

 

 

                                                                       

                          REVELACIONES DE JUDAS TOMÁS

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                                                      MAGNO GARCIMARRERO

Registro INDAUTOR: 03-2007-071214513800-01

ISBN: 978-968-9299-03-5

 

 

 

 

 

 

Me ha sido dada esta revelación como una concesión oficial con la

que el Todopoderoso, por el muy amable conducto del Apóstol Judas

 Tomás,  se ha dignado señalarme para que a mi vez la comparta con

 ustedes.

Confío en que, quien lea este testimonio sepa distinguir entre lo cierto y lo

falso, porque no es dado a cualquier mortal hallar la diferencia.

Estamos tan habituados a vivir engañados, que lo real se nos pierde como

una aguja en el pajar de la incertidumbre y acaso, muchas veces por

tranquilidad de ánimo, por comodidad, por economía o por conveniencia

nos empeñamos tozudamente en creer y defender las mentiras en tanto

tememos y dudamos de las verdades.                 

Dios me ha distinguido con la verdad, allá ustedes si no me creen.

 

 

 

                                                                                          M. G.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                                   “Dijo Jesús a sus discípulos:

                             Haced una comparación y decidme a quien me parezco”.

                                                    Adagio 13 del Evangelio gnóstico de Tomás.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

M

aría y José estaban consternados ¡Cómo podrían haber imaginado que en el primer parto Dios los habría de bendecir con dos robustos y sonrosados niños! De lo dicho por el arcángel al momento de la anunciación, no se desprendía ninguna sugerencia, ningún aviso cifrado o tácito, por lo contrario, Gabriel había hablado en un clarísimo singular: “concebirás en tu seno y parirás un hijo a quien darás por nombre Jesús”. Aunque si bien, el anuncio era tautológicamente enunciativo, podría tenerse como no limitativo; un segundo hijo podía considerarse un repuesto, una prevención inteligente del Señor por si los Herodes,  una dádiva adicional que ponía de manifiesto la magnanimidad del Altísimo ante la humilde y sumisa respuesta de María: “hágase en mi según tu palabra”.

            Un par de gemelos en un pesebre era una monstruosidad que chocaba con todo orden natural, solemne, histórico, profético, ecuménico, estético. Antinatural porque siempre se ha entendido o sospechado cuando menos, que los partos múltiples son para las especies inferiores, mas no para la humana reina de la creación, que es por lo general unípara. Antisolemne, porque los mellizos, gemelos, cuates o como se les llame en cualquier idioma, siempre mueven a risa, rompen con el orden establecido o caen en un mundo mágico de juego de espejos, en donde se duplican los bienes y los males. Antihistórico porque dividir el tiempo del mundo en dos eras A. C. y D. C. antes de los cuates y después de los cuates, en vez de como se hace ahora desde los tiempos del Papa Gregorio XIII, correría el riesgo de dejar de ser una referencia cronológica, para pasar a ser una referencia humorística. Antiprofético porque los viejos predicadores no habían imaginado ni dejado consigna oral y menos escrita de que se pudiera dar semejante tropiezo en las sagradas escrituras, ni en los más atrevidos y apocalípticos vaticinios. Antiecuménico porque con dos Mesías no podía pensarse en la universalidad de sus ideas, de pronto todo se dividiría por la mitad para que una parte terminara donde comenzara la otra y, antiestético porque no se vería bien un pesebre del Greco con mellizos, una última cena de Leonardo con un par de cuates al centro, ni un Calvario de Tiziano con cuatro cruces en donde las dos del centro fueran como una repetición, una penosa duplicación para creyentes bizcos, minusválidos o de capacidades diferentes.

 María y José habían pasado en unos cuantos minutos del alborozo a la sorpresa y de ésta a la estupefacción; tenían encima el apremio de la estrella de David, arcaico símbolo del mesianismo, que ya se posaba echando rayos sobre el pesebre convertido en una improvisada sala de partos y tras ella a los Reyes Magos que  se anunciaban con los barritos del elefante, los relinchos del caballo y los estornudos espumosos del camello. El estupor del momento magnificaba los pequeños detalles como el hecho de que habían previsto sólo una exigua muda para cubrir al niño, y el segundo gemelo desnudo, comenzaba a cambiar del color sonrosado al morado. En medio de una zona desértica como aquella, a las doce de la noche de invierno más larga y fría del año, la imprevisión era más que negligente, peligrosa para la salud del recién nacido; encima los Santos Reyes llevaban oro, incienso, mirra, pero ninguno tuvo la ocurrencia de llevar un buen cobertor, una sábana, un trapito, nada, como que iban a otra cosa; para más los paupérrimos pastores que habiendo oído un mensaje divino y visto aquello que parecía un cometa con terminal en Belem, se alejaron de sus apriscos habituales y se acercaron con todo y ovejas al pesebre iluminado por la estrella binaria convertida en supernova.  Fue entonces cuando José acercó una borreguita que con su tibia lana cobijó al pequeño que aún no tenía nombre. A partir de entonces se consagró a ese bucólico semoviente, sin importar el género de la bestezuela, como el “agnus dei quitoli pecata mundi” frase que es perfectamente bien traducible por: cordero de dios que cubre del frío a los desarrapados de este lacrimógeno planeta.

            La confusión invadió también a los Reyes Magos, pues en un momento dado no sabían a quien adorar, porque eso dijeron: que iban a adorar al futuro rey de los judíos, aunque luego se sabría a qué y porqué estaban ahí tras tantas vicisitudes. Por su parte María y José ya no ataban ni desataban, exhaustos, una por el parto primerizo, gemelar y prematuro, porque como se sabe, todo embarazo múltiple no llega a término de nueve meses. José por los necesarios auxilios que debió prestarle a su mujer en situación tan difícil. Por todo esto habían dejado en un segundo término algo que debían haber dilucidado de manera prioritaria: ¿Quién de los dos era el primogénito? ¿Podría considerarse la posibilidad de tener dos primogénitos?  Es bien sabido que la primogenitura entre los judíos era un asunto de estatus tribal, de preferencia hereditaria, de liderazgo indiscutible; no de balde se había dado ya la vieja lucha por la primogenitura entre los hijos del ciego Isaac, Esaú y Jacob alias Israel, también gemelos casi idénticos, a no ser porque uno era peludo y el otro lampiño; asunto que terminó con el despilfarro de rematar la primogenitura a cambio de un plato de lentejas que, nadie se ha puesto a analizar, tal vez era un justo precio; en fin, definir en ese momento la titularidad de la primogenitura era asunto asaz importante. Repuestos de la sorpresa optaron por considerar primogénito provisionalmente y mientras no hubiera una sabia opinión de los doctores del templo al que ya estaba en pañales, arropado y con el nombre que desde la anunciación le había mandado poner el Supremo en voz de su mensajero Gabriel, Jesús y/o Emmanuel. Eran esos los apelativos y con esos, más algunos apodos gentilicios como Nazareno y reverenciales como el latinajo Cristus, sería conocido en lo sucesivo. El niño desnudo cobijado bajo la corderita recibió por el momento el apodo de Taoma  que en el idioma hablado por José y María quería decir ni más ni menos: mellizo, sobrenombre que con el tiempo derivó en Tomás. Aunque el padre, a quien conforme a la ley correspondía poner el nombre a sus hijos, no pensó demasiado tiempo para encontrarle el vulgarísimo nombre de Joda o Judas. A pesar de eso se le conocería más con otros apodos similares al primero, siempre señalando la condición de ser gemelo, como Dídimo del griego.  Con este mote encontraron sus vestigios los escribas del siglo IV y le atribuyeron la compilación de adagios que calificaron de gnósticos, alusivos a su querido hermano primogénito Jesús el Cristo. Tiempo después otros nombres más le darían carta de naturalización en un continente entonces desconocido. Kukul-Can del maya y Quetzalcoatl del náhuatl, que bien traducidos significan Divino Gemelo y no serpiente emplumada, que ésta es sólo la representación ideográfica y escultórica de la dualidad celeste del lucero más brillante del cielo. Así que por nombres, este cuate tuvo para dar y prestar en el viejo y en el nuevo mundo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                                 

L

a ley mosaica ordenaba presentar ante el templo al niño dentro de los ocho días siguientes al alumbramiento, en este caso al par de niños, para que en ceremonia ineludible les fueran cortados sus respectivos diminutos prepucios y los padres hicieran profesión de fe y gratitud a Dios, mediante el sacrificio de palomos, corderos o chivos expiatorios según el caso, cuidando siempre que tanto humanos como animales fueran de sexo masculino que, el templo era lugar reservado para los varones. A últimas fechas  por la nefasta influencia romana y la mano de obra de Herodes que no todo lo que hizo fue malvado, se había construido a regañadientes un vestíbulo lateral donde podían estar las mujeres sin tener que acceder al interior de la sinagoga. José se vio forzado a apresurar los acontecimientos e impidió que la parturienta reposara los cuarenta días de impureza puerperal. Se fueron en busca del templo donde el nuevo padre plantearía otro dilema legal: si cuando el parto era de un varón, la mácula se lavaba en cuarenta días y si la cría era mujercita el tiempo de espera para lavar la impureza era de ochenta días ¿Cómo debía manejarse el caso como este en que eran dos varones? ¿Se duplicaba el tiempo impuro? O por el contrario ¿Se contaría por mitad? O ¿Se mantendría en cuarenta días como si fuera sólo uno para no meterse en sacrosantos berenjenales? El problema no era asunto menor, tendrían que intervenir los escribas del templo para despejar la duda.  Como se sabe, María y José no pasaron una segunda noche en el pesebre; tal si hubiera sido un caso de atención médica ambulatoria, al alba del día siguiente partieron, ella sobre el lomo del asno con ambos niños en sendos brazos y él tira que tira del ronzal del jumento hasta llegar a Jerusalen, que ya no estaba lejos, donde además de ser circuncidados los gemelos sietemesinos en el octavo día de su nacimiento de acuerdo a las leyes de Moisés, sería decidido por los sacerdotes el tiempo para que operara la purificación de la recién parida, la primogenitura de alguna de las dos criaturas que conforme pasaban las horas se iban pareciendo más y, finalmente, a lo que iban, la inclusión de la  familia en el censo romano.

            Los tiempos eran otros, en aquellos, primero era la devoción y después la obligación, así que llegaron sin atajos ni titubeos al templo; alrededor de él, como ha sido el uso y costumbre en todas partes, mercaderes de animales de sacrificio ofrecían a gritos su mercancía. Algunos sedicentes profetas y adivinadores recitaban a voz en cuello el futuro de quien pasaba frente a ellos mientras un ayudante seguía al señalado para reclamarle un pago por haber escuchado su destino al pasar, cambistas precursores de la moderna banca y casa de bolsa ofrecían sus servicios y reclamaban confianza. El color negro prevalecía en la indumentaria de las personas, sobretodo en las mujeres; algunos  hombres vestidos de blanco se distinguían en medio de la multitud que iba y venía por las callejas en torno al templo, María resaltaba entre todos por su manto albo y celeste completamente fuera de contexto. Un molesto olor a chamusquina atacaba el sentido del olfato y el humo de los braseros hacía llorar los ojos. Alrededor de los ofertorios algunos mendigos  peleaban por despojos quemados de animalejos sacrificados.  José compró los dos mejores corderos que pudo encontrar estirando su raquítica economía, pues un carpintero antaño como ahora, no se podía dar lujos por mucho que celebrara la fuerza de su virilidad al dos por uno. Dentro del templo era imposible andar sin llenarse las sandalias con la sangre de tantos animales degollados porque los escurrideros estaban rebosados, más que sinagoga parecía muladar, ahí pues comenzaba la penitencia. Después de cumplir con el degüello ritual, que por escatológico es necesario omitir, José solicitó audiencia con alguno de los doctores del templo, y sin hacerlo esperar demasiado le mandaron subir a un podio donde tres de ellos sentados aceptaron escucharlo, mientras él postrado expresaba sus dudas en medio de alabanzas a Dios. Enterados de la demanda, primero discutieron entre ellos sobre la primogenitura de las criaturas, y pidieron que José las presentara desnudas ante los sabios. Después de examinarlas de cabo a rabo, pasárselas de mano en mano y voltearlas al revés y al derecho, decidieron que no sabían cuál era cuál, o sea, cuál había nacido primero y cuál después; a esas alturas, José tampoco sabía ya cuál era Jesús y cuál Joda. Finalmente optaron por marcar al Taoma haciéndole un tatuaje apenas perceptible en la yema del dedo índice de la mano derecha, mediante el simple  procedimiento de practicarle una pequeña herida y untarla con tizne, subproducto de las hogueras sacrificiales; esa insignificante mácula sería la que muchas centurias después consignaría por inspiración Leonardo da Vinci en la pintura de la Última Cena, donde Tomás, el primer rostro a la izquierda del ungido, se mira eternamente la huella dactilar del índice derecho. A Jesús o Jesua que también así lo nombraron los sabios, prefirieron dejarlo sin mácula y lo declararon hijo primogénito de José, descendiente de la casa de David y concebido sin mancha en el vientre de María la menor de las hijas de Joaquín.

           

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                          

                                                             

C

on la misma daga afilada con que se había marcado al Taoma, el sacerdote más conspicuo procedió a hacer la circuncisión de los mellizos, uno primero otro inmediatamente después; sin anestesia ni sustancia alguna que pudiera aminorar el dolor, fue así nada más, con una destreza de cirujano de larga experiencia, un corte rápido y diestro; después fuera de la costumbre que era echar al brasero de la ofrenda el pequeño anillo de piel que resultaba de la operación, el sacerdote se calzó uno en el dedo meñique de la mano izquierda y el otro en el dedo meñique de la mano derecha, los alzó y en tono solemne dijo:  “Alabado sea Dios que en este momento ha obrado el milagro de la duplicación de los prepucios”  dicho lo cual, entregó ambos a José quien confundido por la alteración del rito tradicional, no supo que hizo con ellos, quizá se los guardó en la faltriquera, tal vez se los llevó a María que desde el vestíbulo femenil le había hecho una seña ininteligible, pudiera acaso habérselos robado algún fanático después de escuchar que se trataba de un milagro de multiplicación. El asunto es que corridos los siglos y movidos los linderos del mundo muchas veces, un santo prepucio apareció en una iglesia de Calcata cerca de Viterbo en Italia, otro en la abadía de Charroux en Francia, llevado ahí por Carlo Magno quien contó el cuento de que estando de visita en los lugares santos, hincado ante el sepulcro del Señor con los brazos y las manos extendidas, un ángel descendió del cielo y puso en su mano derecha el prepucio de Cristo. Los fieles le creyeron entonces. Un tercer prepucio se venera en la abadía de Coulombs en Chantres, un cuarto apareció en el dedo de la emperatriz Irene de Bizancio como anillo de boda cuando casó con Leo IV. La reliquia se fue multiplicando milagrosamente, Santa Catalina de Siena soñaba con el prepucio como anillo nupcial  al contraer matrimonio con el mismísimo Nazareno. ¡Qué hubiera dicho Freud! Y Leo Allatius, un sabio del siglo XVII creyó ver los dos prepucios gemelares en los anillos del planeta Saturno.

 Respecto al tiempo de la purificación de María los sacerdotes discutieron durante varias horas sin llegar a un acuerdo digno de comunicar al impaciente José, probaron dejar el arameo y discutir en el culto idioma griego pensando que el problema podría ser sólo de palabras, segundo fracaso, probaron en latín idioma de los dominadores y, al caer en cuenta que los tres idiomas les servían sólo para repetir las mismas equivocaciones, decidieron apelar a una segunda aunque lejana instancia recomendando a José esperar hasta el siglo XIX para que el Papa Pío IX por medio de la bula Ineffábile Deus, decretara el 8 de diciembre de 1854 la inmaculada concepción de María. ¡Y nosotros nos quejamos porque la justicia no es pronta ni expedita!

            Satisfechas aunque a medias la manda y la demanda, faltaba solamente cumplir con lo mandado por Augusto, llegar hasta la improvisada oficina del censo para inscribir a toda la familia. Ahí dejaron nota de lo que ya sabemos, que José era hijo de Helí según unos, Jacob según otros, hijo de Mathán, hijo de Eleazar, hijo de Eliud y así hacia atrás de las generaciones hasta llegar al Rey David, aquel que indistintamente le cantaba las mañanitas a las muchachas más bonitas y le declaraba su dulce amor, “más que el de las mujeres”, al cadáver de su amante Jonathán muerto en combate, según nos dejó contado Samuel. El gran rey David era tronco y raíz del árbol genealógico de cuya última rama pendían  dos frondosos albaricoques: los mellizos Jesús y Judas.  Por la parte de María se anotó la retrospectiva genealógica inmediata de Joaquín y Ana sin ir más lejos por dos razones: primero porque era tiempo y lugar en que la mujer valía sólo como vientre sin significación para la estirpe, y segundo porque ambos padres hacía tiempo que habían muerto de viejos. De todas suertes todos esos registros serían arrasados por la guerra que ya se barruntaba, sin que quedara vestigio alguno. Así se entiende porqué el historiador estrella que poco después se ocuparía de hurgar en los anales para narrar los sucesos, el judío Flavio Josefo no encontrara nada que consignar sobre la trascendental vida y familia de los mellizos que reformarían el pensamiento universal.

            De la hacienda con que contaba la familia, el censor no registró nada porque José sólo declaró el pollino sobre el que habían viajado, sus herramientas necesarias en el oficio de carpintero, y la modestísima vivienda a la cual, en casa del herrero azadón de palo, se le colaba el viento en tiempos de aire y la luz por las rendijas de las paredes mal traslapadas en los serenos amaneceres nazarenos.  No era la excepción, en el barrio

la mayoría de las casas estaban en condiciones parecidas. Del oro que uno de los Reyes Magos había llevado de obsequio, José se guardó muy bien de no decir nada, quizá porque era materia muy gravable, o tal vez porque el taimado Mago igual que como lo trajo se lo llevó. En cuanto a educación declaró José que María no sabía leer ni escribir y ni falta que le hacía porque era mujer de pocas palabras y de muchas lágrimas, que él conocía de memoria los pasajes de las sagradas escrituras y leyes mosaicas repetidas cotidianamente en las ceremonias de la sinagoga pero ahí mismo hizo la promesa de educar a sus hijos para que llegaran a ser preparados y sabios,  Jesús rabino por predestinación, Judas  el de la mácula en el dedo, quizás arquitecto o cuando menos decorador de interiores. No recordó en ese momento, o no quiso recordar que el Talmud los obligaba a ser carpinteros como su padre.

                                                                     

 

 

 

 

                                                                        

 

L

os gemelos se pusieron a crecer inmediatamente como única tarea obligatoria. María como toda buena mujer con sus dos pechos bien dispuestos y un gozo jamás descrito por los superficiales evangelistas se dedicó a amamantar ora simultánea ora sucesivamente a sus vástagos. En la intimidad de la lactancia logró distinguir el carácter que a ella y sólo a ella permitiría identificarlos para toda la vida sin necesidad de revisar el tatuaje del Taoma. Jesús era más activo, se mantenía más tiempo despierto y en consecuencia reclamaba la teta más veces durante el día. Judas era dormilón por lo que buscaba con menos frecuencia el regazo de la madre. María se preocupaba por la salud de los dos y forzaba el amamantamiento de Judas metiéndole el pezón en la boca aún dormido, el pequeño echaba a andar su reflejo mamario y comía  y dormía a la vez. Los chicos fueron creciendo parejos e idénticos, José los confundía todo el tiempo aunque quizá porque no les prestaba demasiada atención, la madre vivía sólo para ellos cuando no se distraía con los quehaceres domésticos que finalmente tenían los mismos destinatarios. En un momento dado se planteó una diferencia de opiniones: María fue de la idea, que se quedó en idea, de conservar esa igualdad, intentó hacerles ropa idéntica y tratarlos de manera igualitaria, pero José propuso e impuso un trato diferenciado, separándolos el mayor tiempo posible, intuyendo quizá que de ese modo serían personalidades diferentes e independientes y no dependientes y subsidiarias como es posible que un trato indiscriminado pudiera propiciar. La diferencia en las ideas de los padres, a los gemelos los tuvo sin el menor cuidado, por lo tanto jugaron e hicieron de la vida diaria la diversión más preciada de que se tiene noticia… o mejor dicho de la que ningún evangelista, ni veraz ni apócrifo, dio noticia.

            La buena nueva del nacimiento de los mellizos, entonces más que ahora, estaba llena de fastos augurios, la gente solía verlos con aureolas celestiales, y corrió como reguero de pólvora la idea supersticiosa de que hacían milagros, de que sus orines eran curativos, de que su saliva aliviaba incordios, postemillas, perrillas, mal de ojo;  enfermedades que por lo demás padecía un alto porcentaje de la población, como lo

aclaró un poeta de la posteridad: “pueblo infecto que de todo tenía, salomonico, sarna, lepra y sarampionico”, aunque no eran atribuidas a la mugre y falta de higiene en que se vivía, sino a influencias del Demonio que, en esos tiempos, igual que Dios, hacían vida pública con los creyentes del pueblo elegido. Los cuates no tenían que hacer nada más que tocar o dejarse tocar y la gente enferma con sólo acercarse a ellos afirmaba con los mayores aspavientos haber sanado al ver salir corriendo a los demonios para refugiarse en cerdos u otros animales despreciables e incomibles. Otro milagro que desde pequeños sabían hacer era encontrar cosas perdidas o animales extraviados por sus dueños, los cuates buscando uno por un lado y otro por otro lado invariablemente encontraban lo que se proponían. La gente comenzó a regalar monedas a María, a llevarle gallinas, borregos y hasta sabandijas del desierto en muestra de agradecimiento por el alivio o el hallazgo, la fama de los gemelos milagrosos cruzó las fronteras de Belem, de Nazaret, de Jerusalén y se propaló por las aldeas más distantes; esto sumado a que por descendencia los mellizos pertenecían a la casta del rey David, aquel que Miguel Ángel puso en mármol de cuerpo entero para admiración de medio mundo y licuefacción de boca de muchas y decentes damas modernas que forman el otro medio mundo,  dio por consecuencia que cuando menos a uno de ellos se le tuviera por Ungido, llamado a ser libertador y rey de los judíos, como lo fuera su tatarachozno el pastorzuelo que blandiendo una honda, diera en tierra con los tres metros de estatura de Goliat el filisteo, azote terrible de sus antepasados, y todo esto, para que se cumplieran las sagradas escrituras.

            Lo supo Herodes, quien ya había visto frustrados sus deseos de aplastar la creencia fanática de un nuevo Mesías porque los Reyes Magos, como finalmente se supo, los muy taimados habían sido sus espías, pero arrepintiéndose luego de conocer a los graciosos gemelitos, ya no habían regresado a darle noticia sobre el profetizado nacimiento, así que al puro tanteo mandó degollar a todos los niños de Belem hasta de dos años de edad, o de tres por lo que encogiera, sin imaginar que José, avisado en sueños por un ángel, cargó con la familia, el burro, trastos y herramientas y en un santiamén se puso en Egipto, esta vez el miedo si anduvo en burro, según nos cuenta Mateo el evangelista; ahí se la pasaron hasta la muerte de Herodes ocurrida antes del año contado a partir del degüello de inocentes; de esta manera la familia… y el burro, estaban de regreso en Galilea cuando sobre esa tierra ya mandaba Herodes Antipater de

quien se sabe no era tan antipático como su padre. Menciono de manera especial al burro, dada la importancia que tuvo este animalito en la vida del Mesías, aunque no importe mucho a la vida de Tomás a quien por las preferencias, le tocó hacer siempre el camino en calidad de peatón al lado de su gemelo jinete de pollino, una vez que ambos pudieron y tuvieron que caminar.  Y es que dicho sea de soslayo por no ser demasiado  importante para el meollo de este asunto, el burro era entonces lo que un auto compacto es  ahora, adminículo aunque de pobres, indispensable para hacer turismo, fuese de placer, fuese obligado, o para el puro efecto de que se cumpliesen las sagradas predicciones de Zacarías, como fue el caso de la toma de Jerusalén, a donde entró Jesús con sus rebeldes blandiendo  duras pencas de palma como armas contundentes, sobre un borrico que nunca había sido cabalgado.  No se sabe por boca de ningún juglar ni mano de ningún escriba, si el burro familiar tuvo nombre, pasó lo mismo que con el asno de Sancho mil seiscientos años después, todos se han referido a él, a través de los años, con los genéricos “burro” “asno” “jumento” “pollino” y nada más, pero como tampoco tienen alma personal esos animales, sino que comparten un alma colectiva y universal que no cuaja en un “yo burro” quede pues entendido que todos los burros que ayudaron a Jesús y su familia eran el mismo burro de todos los tiempos, excepción hecha de “Platero” quien, teniendo este nombre, también tuvo en Juan Ramón Jiménez un yo particular.  Me asalta con más fuerza esta revelación, para dictarme la duda respecto a ese espíritu universal que en esta historia parece estar más identificado con el asno que con la paloma.

              

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

         

 

                                                         

 

A

 pesar de que José y María continuaron teniendo hijos cada dos o tres años, los mellizos gozaron siempre de la preferencia familiar, en un momento dado su creciente mundo doméstico giraba en torno a ellos; los hermanos que fueron llegando después: Jacobo o Jácubus o Tiago o Santiago como se le conoció siglos después con el apócope  de santo añadido al nombre; José anodino tocayo de su papá, Simón a quien el mismo Jesús le apodó Pedro por sus modales y carácter duros como piedra, y las muchachas: María tocaya de su madre y Elisabet o Elizabeth con ortografía inglesa o Isabel, único nombre que decidió María en honor a su prima la madre de Juan el Bautista quien, por cierto era de la misma edad de los gemelos y se parecía tanto a ellos que podían haber pasado por trillizos, a no ser porque Juan era greñudo,  desarrapado y con un carácter más agrio que un limón persa.  En suma siete hijos, seis partos que en esas épocas era lo más común y corriente, y todo en un lapso de no más de dieciocho años, o sea que a los treinta y cuatro años de edad María era una joven madre con altas probabilidades de sufrir por siete lados diferentes. En ese entorno hogareño fueron creciendo los gemelos rodeados de los modestos privilegios que podían ofrecérseles. A Judas sus compañeros y sus propios hermanos lo motejaron con el sobrenombre de Tomás para no confundirlo con otros tres Judas que hacían fama en la misma época: su sobrino hijo de Simón Pedro, al que por haber heredado el carácter duro de su padre, mejorado con impulsos rebeldes e irrespetuosos hasta el grado de andar armado con una daga o sicae, lo llamaban Judas el sicario o Judas Iscariote; también con Judas Tadeo que ni fu ni fa pero contribuía a la confusión y, Judas Gaulanita famoso rebelde hijo de Ezequías que se parapetaba en las montañas de Gamala de Galilea donde las cohortes romanas lo asediaban por haberse levantado en contra del segundo censo que mandó a hacer Antipater el segundo Herodes para saber cuanto le había dejado el Grande.  

A Jesús la misma familia le fue haciendo un lugar especial, distinguido en todo momento aún por encima del propio padre José quien, ante la abrumadora personalidad de su hijo se fue disminuyendo, mimetizando casi hasta desaparecer; hubo ocasiones en

que después de dos o tres días de no saber de su existencia, alguien lo echaba de menos

y como ya se había hecho costumbre, mandaban a los cuates a buscarlo y estos, lo encontraban también por costumbre en el rincón más apartado del patio regando su báculo que había clavado en la tierra como si fuera una vara más del lindero; tantas veces y tanta agua le había echado, que lo que alguna vez fuera un estéril cayado floreció aromando el ambiente y convocando abejas y colibríes a libar la miel de los nardos.

Por este tiempo fue que un sacerdote del templo, llamado Jonatán, enterado de la conseja que corría respecto a uno de los hijos de la familia, de quien se decía era el hijo único de Dios encarnado, le acomodó a José el remoquete de P. P. abreviatura de pater putatibus, padre putativo o suplente, cosa que a José no le produjo la menor molestia, pero a Tomás le ofendió tanto, que le pagó a su sobrino Judas el sicario para que fuera a hacer alguna maldad a casa del rabino. Tomás se imaginó que el desquite sería obrarse en la puerta de su domicilio, orinarse en la tinaja de agua que dejaban serenar en el cobertizo de la entrada, alguna otra maldad de poca monta. Cual sería la sorpresa de Tomás cuando se enteró por boca de terceros que habían matado al sumo sacerdote llamado Jonatán. Por supuesto que nadie supo, salvo Tomás, quién había cometido el crimen. La historia da cuenta de las tremendas consecuencias, mas no de las nimias causas. A nosotros sólo nos ha llegado la costumbre, con olvido de sus orígenes, de llamar Pepes a los Joses y Pepas a las Josefas.                

            No era una familia común y corriente la de Jesús y Judas, porque además de pertenecer al pueblo elegido de Dios, provenían de la dinastía del rey David. Los profetas de antaño le habían prometido a éste un trono estable eternamente y, la única manera entendible de cumplir esa promesa era mediante la sucesión hereditaria; así que los descendientes engendrados por David en cada una de sus múltiples esposas, habían desarrollado un prejuicio de casta divina que los llevaba a disponer que todo primogénito debía ser preparado para asumir a su tiempo el papel de rey, o cuando menos Mesías. Esa suerte corrió un tal Emmanuel a quien se le confunde con Jesús; Juan el Bautista hijo de Zacarías aquel que predicaba en el vado de Betabara, en el río Jordán, y finalmente o mejor estaría decir, a continuación le tocó a Jesús intentar que se cumplieran en él los augurios de los profetas. Digo que a continuación, porque ni fue el primero ni fue el último; antes que él muchos iluminados quisieron ser cristos y muchos después pretendieron ser los enviados de Dios mandados a redimir a esta humanidad de pecadores. Había sido este proceder muy tranquilo en tiempos de paz, muy escasos por cierto en la historia de ese pueblo, pero bajo el dominio de una potencia que sojuzgaba a base de espada y cruz,  la expectativa de un rey de los judíos, era por sí sola una provocación para el imperio romano.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

N

o faltaban juegos entre hermanos que terminaban en guerra de pedradas, puñetazos y revolcones, pero estas contiendas filiales siempre encontraban unidos presentando un frente común a Tomas y Jesús; por su parte entre ellos jamás hubo discusión o desacuerdo, ni siquiera se hablaban, se entendían con una simple mirada y ejecutaban o dejaban de hacer algo al unísono, cualquier tarea que entre otros hermanos requería de conveniencias o rechazos ellos la manejaban a cuatro manos. Era cosa digna de admiración. En sus juegos solían armar verdaderas comedias de equivocaciones y se burlaban de los demás haciendo suponer que uno desaparecía de un lugar apareciendo casi simultáneamente en otro distante al tiempo que alguno de ellos les decía a quienes observaban: “Ahora me veis, dentro de un poquito no me veréis, pero después me volveréis a ver” y al momento llevaban a cabo el acto que parecía de prestidigitación. El don de la ubicuidad que se ha tenido siempre como un sortilegio de fábula, en los gemelos era natural y cotidiano. Hubo entonces quien creyó en su magia y en la posesión de poderes divinos y milagrosos.     

Aproximadamente a los catorce años, sus aficiones empezaron a cobrar diferencias, Tomás adquirió una destreza extraordinaria en el oficio de carpintero superando con mucho las manufacturas de su padre, mientras que Jesús, como es sabido por todos, se preocupaba por memorizar la Torá y concurrir a la sinagoga a medirse con los escribas, como ocurrió, según lo cuenta Lucas el Evangelista la vez que regresando de Jerusalén a donde había ido la familia a pasar las fiestas de la Pascua,  se dieron cuenta después de un día de camino de que Jesús no iba con ellos, lo habían confundido con Judas Tomás que si los acompañaba; percatados del error y de la ausencia del primogénito tuvieron que regresar en su búsqueda hallándolo, gracias a las dotes de sabueso del Taoma, enfrascado con los admirados sacerdotes del templo discutiendo con sorprendente autoridad asuntos religiosos que sólo los escribas creían dominar. El pasaje del “niño perdido” dio a través de los siglos motivo de celebración y recordatorio del suceso en el calendario, en festividades pueblerinas y en el nombres de calles interminables en ciudades fanatizadas, siendo que bien a bien, la proeza del evento no había sido del gemelo perdido, sino del que lo encontró.

 Su éxito en las discusiones lo llevó a asumir una actitud soberbia y a desarrollar cierta aversión hacia su madre, al contrario de Judas Tomás que mostraba un gran apego hacia ella; cuando el aprendiz de Rabino convencido de ser el Ungido le expresó su desprecio a María diciéndole en la boda de Caná al acercarse ella a informarle que no había más vino: “¿Qué tengo yo contigo mujer? Aún no ha llegado mi hora”, ella se retiró apenada mientras Tomás se  acercó a su hermano y con tono filial pero enérgico le dijo: “No está bien que le hables de ese modo a nuestra madre. De ella no puedes tener duda alguna, de José y del Espíritu Santo te es dado caer en dudas, pero de ella, sólo el pecado de soberbia te puede cegar para no aceptar su maternidad. Arrepiéntete y discúlpate.” Jesús no atendió lo que le dijo el hermano o simuló que no le daba importancia, se distrajo ocupándose en echarle abundantes pétalos de rosa de Abisinia o flores de jamaica, o hibiscus sabdariffa, que con estos nombres se le conoce en el mundo entero, a unas tinajuelas de agua que estaban allí, por lo que al final de la fiesta, ya todos bastante pasados de fermentos, puesto que se habían acabado las reservas, creyeron estar tomando el mejor vino que habían probado en su vida. ¡Hasta la fecha el agua de jamaica es el vino de los pobres!

 Tomás adquirió reconocimiento por sus trabajos de ebanistería que le valieron el título de arquitecto, huelga añadir, no se lo expidió ninguna universidad, razón por la que conservó siempre su disposición humilde y servicial. Por eso cuando Jesús tomó las armas contra los dominadores romanos, el primero que lo siguió sumisamente, como era de esperarse fue Judas Tomás, no tuvo que ser requerido por su hermano, solo le dijo: “si vas a cometer la imprudencia de regresar a Judea,  donde te están esperando para matarte a pedradas, yo voy contigo para que nos maten a los dos”. Casi cien años después Juan el evangelista registró el hecho, deformado por el tiempo y la mala memoria, pero de cualquier modo dejó consignado el gran amor, la solidaridad inquebrantable y conmovedora que hubo siempre entre los dos hermanos quienes habían habitado la misma matriz y mamado de la misma leche. A Jesús le sirvió de apoyo y confianza, juntos se fueron a Bethania a la casa de las también gemelas Martha y María Magdalena, con lo que desde entonces quedó confirmado que jalan más dos tetas que cien carretas… y doble en este caso que eran cuatro.

Varios días pasaron los mellizos con las mellizas hermanas de Lázaro quien se puso enfermo por ver las liviandades que se tomaban las dos parejas en su casa, al grado de que se le hinchó el hígado de los corajes que hizo y como resultas pasó a mejores… o cuando menos se hizo el occiso. No era para menos, porque no obstante que María gozaba de fama de prostituta, su profesión, por cierto muy lucrativa, la ejercía en Magdala, pero estando en Bethania, en la casa familiar, lo menos que esperaba Lázaro era que se comportara con el mismo recato con que lo hacía Martha, pero llegados los gemelos sucedió al revés, la que soltó sus atados morales fue Martha que en un principio se impresionó por la figura altiva de Jesús y pretendió competir con su hermana quien dominando como dominaba las artes de la seducción, no le dio la menor oportunidad de acercarse a ungir al Nazareno, por lo que Tomás le sirvió de premio de consolación. Éste siempre conforme y dado que Martha estaba tan hermosa como María y además conservaba los recatos domésticos, no tuvo el menor empacho en hacer el cuarto como en un buen partido de dominó entre cuates y cuatas y ponerla al corriente de lo que debía saber sobre el amor.  Aquí el dedo tatuado jugó un papel muy importante al principio, pues era la única manera de distinguir que cuate le tocaba a cada cuata, aunque a los pocos días la distinción ya no importó más porque las equivocaciones iban de las unas a los otros y de los otros a las unas haciendo el juego más sugestivo y excitante; muchas veces la duda fue preferible a la certeza. De la muerte de Lázaro y su resurrección no hablaremos más porque los reportajes de los evangelistas son conocidos por todos.

           

          

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                                

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esús arrastraba a Tomás a todos los caminos y a todos los caprichos que su soberbia le dictaba y éste, dócilmente acataba lo que el hermano proponía. Cuando Jesús iluminado decidió hacer vida mística apartado de la gente, vagabundeando por las orillas del mar de Galilea, escalando montes inhóspitos o cazando chapulines para comer en el desierto, el gemelo sin protestar lo seguía y ayudaba. Cuando el Mesías, como exigía Jesús que le llamara, seguido de una muchedumbre fanática anunciaba que pasaría cuarenta días y cuarenta noches en el desierto en ayuno total, los testigos que a veces se distraían o dormitaban, no se daban cuenta que cada dos días se turnaba un cuate por el otro; confundidos con ver al Nazareno serenándose arriba de una peña sin moverse toda la cuarentena, lo daban por milagro.

Cuando Jesús, como Mambrú, se fue a la guerra, se fue para cobrar cumplida venganza porque a su padre José lo habían matado en Séforis por la imprudencia de ir a buscar a su vecino, según lo consigna José Saramago en su “Evangelio” que no voy a repetir aquí, pero que es más creíble que los de los cuatro evangelistas canónicos,  y como siempre, no necesitó de acuerdos ni discusiones; bastó una mirada para que Tomás le dijera lo que le repetiría tantas veces por amor filial: “Nos vamos juntos, juntos nos mandó Díos, juntos tendrá que llevarnos, quien te mate a ti tendrá que matarme a mi también”.  Jesús cambió de pronto su actitud de Mesías por la de rebelde, encampanó a un grupo de fanáticos seguidores que creían en él, los convenció de que Dios su padre no lo había mandado a meter paz sino espada, los conminó a que el que no tuviera espada vendiera su capa y comprara una, y con unos cuantos a quienes llamó discípulos más su inseparable y bien amado hermano Tomás, se lanzó a las montañas de Gamala con la idea de sumarse a las huestes de Judas el Gaulitano. Antes de ello, con el propósito de allegarse fondos económicos para su nueva causa, asaltó las arcas del templo de Jerusalén, les arrebató sus ganancias a los cambistas y mercaderes, se llevó el contenido de los cepos y con todo ello partieron al nido de águila donde se parapetaba Judas Gaulanita.

Tomás también solía agenciárselas para reunir fondos para la rebelión: Salomé era una galilea, que no debemos confundir con aquella princesa idumea que instigó la muerte del Bautista, convencida ésta de la causa que defendía Jesús, estaba enamorada, aunque ni ella misma sabía de cual de los gemelos; siendo una mujer económicamente acomodada, los financiaba espléndidamente y solía pasar algunas noches con Tomás apodado Dídimo. En una ocasión, después de estar un día completo con quien creía era el hombre de sus requiebros, cayó en la duda, algo le dijo que con quien había yantado y yogado no era exactamente Dídimo su habitual machucante. Las mujeres entonces como hoy son intuitivas, aunque discretas y condescendientes, no pueden ser engañadas por ningún hombre, y mucho menos por dos rústicos aldeanos, por mucho que sean idénticos y se tengan por descendientes de la casta divina. Salomé decidió expresar su duda, solamente para que no se le tuviera por desavisada, así que le preguntó a Jesús a bocajarro: “¿Y tu quién eres hombre, que has comido en mi mesa y te has acostado en mi cama?” A lo que Jesús contestó, sintiéndose cogido con las manos en la masa: “Yo soy aquel que es igual a su igual”. Salomé no tuvo más que replicar: “Seré tu discípula”.  Y lo fue hasta el pié de la cruz el día aciago en que el hijo putativo del carpintero entregó, para remisión de los pecados de la humanidad, su alma al creador, aunque sólo fuera por tres días, tras de los cuales la recuperó por medio de la resurrección para luego subir al cielo en cuerpo y alma.

 

           

 

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uando los conjurados se reunieron, por primera vez después de la muerte de Jesús, lo hicieron en Galilea, porque en Judea no se habían aplacado las ansias persecutorias a pesar del martirio y, en secreto por temor a ser aprehendidos y correr la misma suerte que el crucificado; Tomás llegó el último y como todos entró con suma cautela al lugar de la cita, aunque éste lo hizo por el tragaluz del cuarto donde estaban los demás. Al verlo descender de golpe, cuando lo esperaban por la puerta o cuando mucho por la ventana, sus pensamientos mágicos se echaron a andar y, dado el parecido con Jesús, quisieron creer que se trataba del mismísimo Nazareno y no de Dídimo. Qué difícil resulta convencer a un fanático cuando se parapeta atrás de su dogma y no entiende razones. Peor en este caso que no era uno sino diez los necios creyendo ver a su Mesías redivivo.  Después de un rato de porfiar, ellos de que si y que si era el Ungido y, él de que no y que no, sino que era Judas, Tomás, Dídimo, el cuate, gemelo, mellizo de aquel, tuvo que desnudarse y mostrar que no tenía heridas, lesiones, estigmas, cicatrices, costras ni cosa parecida que pudiera indicarles que había sido flagelado, coronado con espinas, clavado de manos, muñecas ni calcañales, ni lanceado y aún así le costó trabajo convencerlos de que era quien era y no al que se le parecía. No hubiera sido Salomé- se dijo para sus adentros Tomás.

Después de mucho discutir, estuvieron finalmente de acuerdo los diez unánimemente, en que lo que habían aprendido del Rabí Jesús de Nazaret, no debía quedarse dentro de los linderos de Israel, por mucho que hubiera sido la tierra prometida, sino que debían viajar por el mundo, que entonces creían que terminaba en las columnas de Hércules y enseñar por las buenas o por las malas la fe cristiana, esto a costa de sus propias vidas, según el ejemplo del maestro; ni siquiera sospecharon que estaban inventando la globalización y que, más adelante sucumbirían uno a uno en manos de globalifóbicos recalcitrantes. Así fue como Simón Pedro decidió ir a Roma donde lo crucificaron, Santiago se propuso seguir el camino que las estrellas le señalaban, cosa que logró antes de morir decapitado por órdenes de Herodes Agripa, sus restos se dice que descansan en Compostela. Bartolomé cuyo verdadero nombre era Natanaél corrió para Armenia, Mesopotamia y La India donde lo desollaron vivo y luego le cortaron la cabeza. El otro Santiago, vegetariano, imbañable,  se dejó crecer las greñas hasta que lo desbarrancaron del altar del templo para matarlo. Felipe se quedó en Judea con su mujer y sus dos hijas, tan longevas que todavía vivían a fines del siglo II.  A San Andrés apodado Proclete en alusión a que fue el primero en ser reclutado por el Mesías, lo martirizaron en Grecia por andar predicando ideas subversivas contra los dioses del Olimpo, y lo crucificaron en Kiev donde los tatarabuelos de los rusos ya se pintaban para eso. Mateo cuyo verdadero nombre era Levi, el que brincó de publicano recaudador de impuestos de la Roma imperial a apóstol, se fue a oriente y escribió de memoria lo que recordaba de la dolorosa vida del Cristo; nadie recuerda como murió, pero le han de haber dado de manazos hasta acabar con él por mentiroso. Judas Tadeo o Lebeo como también se llamaba, escribió un epistolario y murió en su cama de un ataque al miocardio diagnosticado entonces como “mal de pecho” y,  Tomás como Colón después, creyó tomar el camino de levante y vino a dar a un extraño mundo llamado Anáhuac en donde le apodaron “el divino gemelo” en las lenguas que se hablaban en esa región hasta entonces y por fortuna olvidada de las mientes de Dios.

 

 

 

 

 

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n Finisaterre Tomás oyó hablar a algunos viajeros respecto a que, al sur de la Hispania Ulterior, justo en la puerta del Mediterráneo, estaba el puerto de Gádis, Cádiz, histórico enclave fenicio en donde  aún en la época en que alentaba el Taoma, había astilleros en los que se fabricaban excelentes barcos, conocidos desde tiempos de las guerras púnicas con el burlón remoquete griego de gaulós, bañeras, por la forma que tenían, término que con el tiempo degeneró en galeón y galera. Estos barcos se fabricaban con madera de cedro de Líbano. El carpintero Judas Tomás decidió hacer camino hacia allá pensando que tendría trabajo seguro, aprendería a construir embarcaciones y, tal vez le sería posible hacer uno para él y regresar navegando a su tierra prometida sobre las aguas uterinas del Mare Nostrum  para después tomar rumbo a cumplir con la enseñanza del mensaje de su mellizo Jesús. En aquel entonces la correspondencia entre las brillantes estrellas del cielo, los polvorientos caminos de la tierra y los movedizos surcos del mar, era asunto conocido y sencillo para caminantes y aventureros; ante la falta de carteles de señalamiento que indicaran desvíos, rutas accesibles o alternas, curvas peligrosas o paraderos turísticos, el viajero debía detener el paso, levantar los ojos al cielo y mirar a Sirio o a Polaris, también conocida como estrella fenicia, así se sabía hacia donde caminar o poner vela. El sol siempre ha salido por el orto, se ha ocultado por el ocaso, nos ha bañado con su luz sin sombra cuando está en el cenit y nos ha envuelto en la penumbra cuando viaja al nadir; eso lo sabían Pero Grullo y Judas Tomás y ese conocimiento guiaba sus pasos alejándose de la osa menor en busca de la vertical con la constelación de Hércules bajo cuya luz e influencia se hallaría Gádis.  Atenido a esos escasos conocimientos, y al preguntado se llega a Roma, descendió el mapa de la costa occidental de la Hispanía, cruzó el Duero, llegó al Tajo, se mojó los pies en el Guadiana, siempre rumbeando hacia el sur, pasó por Emérita Augusta, Mérida, mas o menos siete años después de que Augusto la declarara capital de Lusitania, se extravió en las marismas del Guadalquivir y, por fin después de un año de haber emprendido el viaje, llegó al destino que se había propuesto, el gran puerto de Gádes, como lo llamaban entonces los romanos. No tuvo ninguna dificultad para encontrar trabajo en los astilleros; ahí habría de permanecer un poco más de tres años, tiempo suficiente para aprender el arte de armar barcos, confeccionar el propio, reunir fondos, reclutar adeptos a su causa y convencer a un fanático rico de auspiciar un viaje evangelizador hacia Bharát, la India, para ganarse así la gloria eterna.      Se embarcaron veinte, el barco no tenía espacio para más y tampoco hacían falta, no sólo eso, sino que Tomás pensaba a veces que eran demasiados, que le sobraban ocho, que su hermano gemelo había hecho una revolución con sólo once y un traidor y que una vez que dejaran de fungir como tripulación, vería la forma de quedarse sólo con doce. Ahí Tomás inventó y  puso en práctica la teoría de la “Imitación de Cristo”. No hay nada más práctico que una buena teoría, se dijo para sus adentros y sonrió complacido.

            Con veinte hombres se embarcó el apóstol, entre los cuales iba un berebere canario que ya sobre la marcha logró convencer a Tomás de sus conocimientos marítimos, de la necesidad de ser el capitán de la nave, y de tomar un atajo que casualmente pasaba por las Islas Afortunadas, Fortunatae Insulae, como las llamó Plinio el Viejo cuando dio cuenta de unas vacaciones que pasó ahí el rey Juba II de Mauritania., las Canarias ni más ni menos. Para convencerlo Hirguan, que así se llamaba el canario, le contó que en esas islas se hacía la Ambrosía, el néctar de los dioses, el agua más cristalina y ardiente, agua ardiente… aguardiente, que sólo un privilegiado garguero humano podía disfrutar y que era la savia dulce de la caña de azúcar, saccharum officinarum, el ron, espíritu de la caña. Como cualquier mortal, Tomás se convenció,  aceptó con la misma incauta inocencia con la que oyó Odiseo  atado al mástil el canto de las sirenas. Esa fue su perdición del rumbo, hicieron proa hacia occidente bogando sobre el Mare Procelosum, confiados solamente en el amor a Dios que ya para entonces en las mientes de Judas Tomás, se confundía con su divino gemelo.  Sin necesidad de remeros, a toda vela, hinchada por vientos propicios llegaron en menos de tres días a la isla más oriental, tierra de los guanches; ahí Hirguan el berebere canario cuyo nombre recordaba al dios maligno y peludo del panteón de La Gomera , cumplió lo prometido, llenó de ron a toda la tripulación y después de tres semanas de trasiego desertó de la expedición con otros cuatro briagos que decidieron quedarse con el canario. Para Tomás la deserción, lejos de desalentarlo lo acercaba a la imitación de Cristo, todavía le sobraban tres.  Con quince tripulantes y él como improvisado capitán se lanzó a la aventura.   Comiendo atún y pájaros marinos, rezando mañana, tarde y noche, llegó empujado más por las corrientes que por el viento, al mar que más tarde se llamaría de las Antillas, topó con otra isla poblada de seres humanos desnudos que después de muchas zalamerías, se comieron a  otros tres miembros de la tripulación y dejaron justamente el número que para Tomás era cabalístico. La fe quizá no mueva montañas como lo afirman los filósofos de la estulticia, pero si mueve embarcaciones que están hechas para bogar, así que por la pura fe llegaron sin protesta a topar con una tierra nunca prometida, que no les permitió ir más allá por vía marítima.  Había arribado Tomás y sus doce galeotes al pueblo por donde Dios había pasado en tiempos de la creación, pero no había vuelto, ofendido porque le mataron el burro que montaba y, tuvo que seguir a pié el gran recorrido de inspección de la maqueta del universo.

 

 

 

 

 

 

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omás llegó al Anáhuac cuando Roma contaba el año 792  a partir de su fundación, ab urbe cóndita, como decían los romanos, que corresponderá al 38 de la era que se contaría desde el nacimiento de Cristo, con más o menos seis años de atraso por un mal cálculo del matemático Dionisio el Exiguo, lo que inspiró a un bromista de nuestro tiempo a decir que Cristo nació en el año seis antes de Cristo. Corresponde este tiempo al ome tochtli, dos conejo, de la cuenta larga teotihuacana que, con increíble exactitud se venía registrando a partir del tránsito de Venus frente al disco solar, ocurrido cuando en el viejo mundo se hubiera contado como el 11 de agosto del año 3114 a. de C.  Tomás había acompañado a su hermano Jacobo por el periplo evangelizador que le dictó la inspiración mágica de las estrellas. Desde muchos siglos atrás la gente crédula hacía peregrinaciones siguiendo sobre la tierra el camino que desde el cielo les marcaba la luz de la vía láctea, hoy camino de Santiago, para muchos era un acto penitencial rogativo de fecundidad, pues se suponía que estaba formada por el semen de Dios; viajar bajo su luz desde levante hasta el fin de la tierra prometía fertilidad. Las peregrinaciones terminaban en el Cabo Finisterre, la proa del mundo, los peregrinos se quedaban ahí, no había más allá, pequeños e insignificantes, mirando como en el firmamento la vía láctea se partía en dos brillantes caminos, lagartija de dos colas, sobre la infinitud del mar Atlántico que más adelante se precipitaba hacia los avernos. Esta ruta tomaron Tomás y Jacobo, con los resultados ya parcialmente conocidos: Jacobo se quedó en Compostela tratando de evangelizar a los celtas tatarabuelos de los actuales gallegos, lo que no le costó mucho trabajo, lo hizo rápido y regresó a Jerusalén donde tuvo la muerte que ya quedó narrada, y de donde fue secuestrado su cadáver para llevarlo nuevamente a Compostela. Tomás decidió y creyó regresar a Israel, pero la traición de Hirguan, un mal viento y la corriente norecuatorial de Lusitania lo trajo a la deriva con los resignados compañeros de viaje, hasta un mar azul de arenas blancas, donde vivía el pueblo que había inventado el cero, cien veces más culto y civilizado aunque igualmente fanático al que él conocía y en donde, por designios ineluctables fue el único respetado, mientras sus últimos acompañantes eran sabrosamente aderezados para ser servidos como última cena, la de ellos por supuesto, de un gobernante itzae.

Tomás era blanco, barbado, de estatura superior a la de los pobladores que lo acogieron con gran júbilo y lo llevaron a la presencia del cacique de Dzibilchantún, quien lo colmó de obsequios entre los cuales contó una casa ovalada, hecha de otates, enjarrada con lodo, paja y excremento, pintada de blanco con cal apagada, con dos puertas, una al oriente y otra al poniente, piso de tierra, tapezco, techo de palma, que en tiempo de calor era fresca y tibia en época de frío. También recibió dos mujeres para su servicio, tres hamacas para dormir, abanicos para espantarse los insectos nocturnos y unas hachuelas de cobre que aceptó con gran gusto creyendo que eran de oro y el natural desencanto cuando se oxidaron. Las mujeres lo enseñaron a hablar el idioma del lugar y el trató de explicarles que era hermano mellizo del elegido de Dios; ellas mismas comenzaron a llamarlo por eso y porque había llegado con el lucero del amanecer Kukulcán que, como ya ha quedado dicho, equivale a gemelo divino.

Por mucho tiempo su única ocupación fue aprender la lengua y conocer las costumbres, no necesitaba trabajar, la gente como antaño cuando él y su hermano curaban apestados y poseídos, le llevaban animalejos del monte para comer y lo trataban como un enviado de Dios. Un día una mujer le llevó una manta tejida con una fibra muy fina y resistente obtenida de una planta llamada Itzotl, tan suave al tacto y tan inmaculadamente blanca, que Tomás quiso dibujar sobre ella y, recordando sus facultades de arquitecto para trazar líneas, pidió a una de las mujeres de su servicio le llevara pinturas y pinceles; el mismo día los tenía a su disposición y lo primero que se le ocurrió dibujar fue a su madre, el recuerdo de María lo había asaltado muchas veces en la azarosa travesía del insondable Atlántico. “Sobre un fondo de cielo trazó la imagen de una mujer vestida de sol, y la luna menguante debajo de sus pies y sobre su cabeza una corona de doce estrellas. Y estando preñada como si clamara con dolores de parto”.  Cuando hubo terminado su obra supo que las pinturas con que la había elaborado no se borrarían jamás, aunque la luna, bajo los pies de la imagen, pasó de blanca a prieta por el yoduro de plata que contenía el pigmento; lo que no supo fue que cien años después, Juan el Teólogo plasmaría por revelación esa misma imagen en el capítulo 12 del Apocalipsis, y que en el siglo XV después de la expulsión de los musulmanes de Europa, se tomaría como símbolo del triunfo de occidente sobre oriente. ¡Tiempos en que dios no dejaba de la mano a sus vasallos!

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                     

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res años después de su llegada, Kukulcán había aprendido el maya, entendido también que las enseñanzas de Jesús no cabían por las buenas,  en este nuevo mundo, había cambiado su domicilio a una casa sacerdotal y olvidado que alguna vez se llamó Judas, apodado el Taoma, Tomás y Dídimo  y, con su nuevo nombre decidió emigrar hacia el norte de la tierra nueva donde, estaba enterado, existía la ciudad antesala del cielo, en la que esperaban los hombres para convertirse en dioses, su nombre lo decía todo: Teotihuacan. “Apoteosis” tradujo al latín casi sin pensarlo  y en ese momento se dio cuenta que en todas partes, en todos los idiomas y en todos los tiempos, hay palabras para describir los anhelos de glorificación de los humanos inconformes con su condición de simples mortales.

Era otro mundo, jamás había visto una ciudad tan grande y cosmopolita, ni Roma podría compararse a Teotihuacan; era una ciudad donde se escuchaban muchos idiomas diferentes, a ella convergía gente de todos los confines del Anáhuac y, habrá que decirlo, se conseguía el pasaporte de la deificación mediante el ya conocido procedimiento de la extracción del corazón palpitante y la comunión mediante el consumo de la carne de los inmolados; igual que en el templo de Jerusalén. Aquí sin embargo se consumaba sin interrupciones el holocausto que Dios le frustró a Abraham sobre su primogénito Isaac; muy parecido a lo que Herodes el Grande mandó perpetrar sobre los veinticinco santos inocentes para que se cumplieran las sanguinarias antiguas profecías.  Estoy, se dijo, es la nueva tierra prometida. 

Mientras caminaba por primera vez sobre una calzada consagrada al dios Quetzalpapalotl, Mariposa Divina, la luna, admirado por la magnificencia de los edificios, la gente a su alrededor se admiraba a su vez al ver su manto dibujado con el retrato de María y le pedían explicaciones que no podía dar; los dos sacerdotes mayas que lo acompañaban eran quienes se encargaban de explicar al paso y conducirlo a la casa sacerdotal que estaba a un lado del templo, parecía una fortaleza inexpugnable a la que sólo se podía acceder por una escalera de peraltes muy cortos y empinados. Sobre el terraplén en el que culminaba la escalinata, incontables guerreros armados daban o negaban el acceso a quien pretendiera llegar hasta ahí. Al acceder ante Cozcatl, Gota de Agua, bello nombre, el gobernante y sumo sacerdote, los acompañantes le hablaron en la lengua del lugar, él lo miró, admiró su capa y lo llamó por primera vez Quetzalcoatl. No sabía y, tal vez no supo nunca Tomás, que antes que él ya había pasado por ahí otro Quetzalcoaltl que viajando hacia el sur había llegado a gobernar un pueblo con el nombre de Kukumatz, y que mil años después llegaría otro Quetzalcoatl, Ce Acatl Topiltzin,  quien inventaría el maíz transgénico, reinaría en Tula la capital tolteca y se incineraría en Coatzacoalcos, después de emborracharse con pulque y cometer incesto con la más buena de sus hermanas. 

No le faltó quehacer, enterado Cozcatl, de que el recién llegado era arquitecto, le fue encargado el diseño de los templos que para entonces estaban en proyecto; Tomás Quetzalcoatl propuso construir al estilo que él conocía: moles cuadradas por los cuatro costados como la ya famosa desde entonces Kaaba de La Meca que, según sabía fue hecha sobre una maqueta elaborada por el mismísimo padre Adán, aunque destruida tiempo después por el diluvio, siendo rehecha por el patriarca Abraham con ayuda de su hijo Ismael con el que siempre tuvo buenas migas y jamás amenazó con degollar como lo había hecho con Isaac. La reconstrucción de la Kaaba, estuvo supervisada por el arcángel Gabriel que en este caso es muy propio decir que metió su cuchara y además regaló la piedra para la edificación, que en principio era blanca como la leche, pero que se fue poniendo negra por los pecados de los hombres. Al gobernante de Teotihuacan le pareció bien el proyecto y poniendo manos a la obra, aportó lo necesario para la mano de obra pero, conforme se iba avanzando en la construcción de lo que pretendía ser un gran cubo, se iba agotando el presupuesto y con ello reduciendo las proporciones y materiales. A eso se debe que las pirámides tengan esa forma. Finalmente no quedaron tan mal, pero de todos modos el fracaso del proyecto original le valió el disgusto del tlatoani y como consecuencia se le decomisó lo único de valor que tenía: la capa con la imagen de su mamá; después se le aplicó el procedimiento de la apoteosis que, tenemos por sabido, consistía en desnudarlo, orlarlo con un rico tocado o penacho de plumas de quetzal, recostarlo sobre la piedra sagrada y abrirle el pecho con filosísimo cuchillo de obsidiana, para ofrecer el corazón palpitante a Tezcatlipoca, Espejo Bruñido. El ritual terminó, como era costumbre, con la comunión pública, que por ser sagrada no se tenía por antropofagia sino como identificación con el Señor del cielo y la tierra que, por cierto, la mitología afirmaba era el gemelo malo de la dualidad Quetzalcoatl- Tezcatlipoca.  Ese día los teotihuacanos comulgaron con la blanca carne del mártir. Corría el año matlactlionce acatl, diez más uno caña, de la cuenta larga teotihuacana o 47 de la cristiana. El mellizo de Jesús moría a la provecta edad de 53 años, creyendo haber encontrado “el camino, la verdad y la vida”. 1474 años después llegarían muchos hombres con la facha del santo, que enseñarían a los nativos del Anáhuac a comulgar con pan y vino, transubstanciadas carne y  sangre  del gemelo de Tomás. Amén.

 

 

 

 

 

                                                               EPÍLOGO.

 

En memoria del apóstol Judas, alias Dídimo, alias Taoma, alias Tomás, alias Kukulcán, alias Quetzalcoatl, la Iglesia de Cristo consagró el 3 de julio como el día de su celebración partiendo el año sidéreo justo en el medio, dando con esto un mensaje cifrado de la dualidad, la primera mitad contada a partir de la fecha del nacimiento de los gemelos Jesús y Judas, la segunda a partir de la muerte de Tomás.

Respecto a la capa con la efigie de la madre de los mellizos, corrió insospechadas aventuras: se perdió durante 1484 años para aparecer en 1531 en manos de un indio macegual originario y vecino de Cuautitlán, cerca de la ciudad que había sido la gran Tenochtitlan, el hombrecillo se llamaba Cuauhtlatoatzin, pero rebautizado con el nombre de Juan Diego quien desde el año 2005 es tan santo como el propio hermano de Jesús. En 1794 Fray Servando Teresa de Mier invocó la memoria del divino cuate y recordó que no se trataba de la tilma de Juan Diego, sino de la capa de Santo Tomás, por eso lo persiguieron, lo encarcelaron y lo desterraron. En 1810 una copia fiel de la apocalíptica imagen fue usada por un cura réprobo llamado Miguel Hidalgo, para levantarse en armas a favor de la independencia de lo que había sido el Anáhuac y al momento era el Virreinato de Nueva España y finalmente en el año 2002 el chino Wu You Lin obtuvo del último derechohabiente de la imagen, arzobispo Norberto Rivera Carrera los derechos de patente número 752595 con base en la Ley de Protección Intelectual, para explotación y uso universal de la imagen pintada en el manto del apóstol.         

 

 

CONTRAPORTADA

E

l dominico regiomontano Fray Servando Teresa de Mier Noriega y Guerra (1765-1827) pronunció un sermón en la Colegiata de Guadalupe en México, el 12 de diciembre de 1794, donde sostuvo la tesis de que el apóstol Tomás apodado Dídimo, había evangelizado el nuevo mundo en el siglo I de nuestra era, cumpliendo con el mandato de Jesús el Nazareno. La idea propuesta no era de él sino de Fray Diego Durán (1537- 1588) pero habiendo viajado en el tiempo, a través de la investigación de los eruditos, había llegado hasta don José Ignacio Borunda (1740-1800) Bachiller en Cánones quien elaboró y difundió discretamente esa aventurada conjetura apoyado también en otras opiniones tan respetables como la del investigador italiano Lorenzo Boturini (1702-1756) quien a su vez reunió información al respecto de Carlos Sigüenza y Góngora (1645-1700). La entonces poderosa Iglesia Católica mexicana, se encargó de hacer perdidiza toda esa información, ridiculizar y darles su merecido a todos y cada uno de los mencionados. El padre Teresa de Mier fue quien llevó la peor parte, desterrado, perseguido, encarcelado, muerto y momificado, se desconoce el paradero de sus quebrantados huesos. Sólo el triunfo de las ideas liberales plasmadas en las leyes de Reforma y en la Revolución, permitieron que, hasta hace muy poco su nombre se anotara en letras de oro en el recinto legislativo de la cámara de diputados de la que, finalmente formó parte. Esto le da brillo y lustre a quienes ya, sin grilletes mentales, reconocieron la aportación de este héroe del pensamiento libertario.

                                                                                                                                  M. G.