jueves, 12 de febrero de 2009

LO QUE HOMERO DEJÓ EN EL TINTERO

Don Ulises llegó a su casa un poquillo achispado por el vino que le había ordeñado a su odre, torpemente se buscó la llave de la puerta entre la armadura y la arma blanda; como no se la encontró tocó y desde muy adentro se oyó la voz de doña Penélope que contestaba al grito: “Ya voy, nada más termino esta vuelta y ahí voy”. Ulises esperó impaciente, tamborileando la poderosa cuerda tensada de su arco con los dedos de la mano derecha. Penélope abrió e inmediatamente inició un regaño: ¿Qué apuración tienes? ¡No ves que si se me van los puntos no podré terminar la bufanda para este invierno! Ulises entre molesto y agradecido entró cerrando la puerta tras de sí y levantó cariñosamente por los aires a su amada; al instante percibió el gran silencio que reinaba en el domicilio. “No oigo que chillen las cazuelas” -reclamó a su vez, y la adorable señora de la casa ruborizándose, bordó un sin número de explicaciones, todas fundadas en la urgencia de dar fin a la susodicha bufanda.
-A ver, pruébatela- dijo Penélope al momento que se la echaba al cuello a su marido. Él acostumbrado a percibir cantos de sirena, sintió ofendido su sentido del olfato con el tremendo olor a chivo de la lana virgen con que la fiel Penélope tejía la prenda. Por su parte ella al acomodársela en el cuello, percibió también el masculino aroma de axila guerrera de su héroe y marido confundida con tufillos de cebolla y vino agrio. (No debemos olvidar que en ese entonces no habían aparecido los productos desodorantes y el baño apenas estaba en su etapa medicinal).
El aventurero dejó tras la puerta sus invencibles armas y se sentó en su butaque favorito para contar por enésima vez sus hazañas a la hacendosa Penélope que, simulando gran admiración, a cada dos minutos alzaba la vista del tejido para mirar al hombre con las anginas. ¡OH! Decía, y volvía a hundir la mirada en dos derechos un revés… dos derechos un revés, en el kilómetro diez y siete y medio de la dichosa bufanda. Ulises prefirió interrumpir su narración e ir a la cocina a calentarse unos tacos de ojo de cíclope que traía en sus alforjas, mientras ella continuaba su labor ininterrumpidamente; exprimió del colambre las últimas gotas de vino agrio y continuó su eterno relato con la misma tenue atención de su amada quien, en ocasiones en que él se detenía o se equivocaba, corregía o añadía secuencias, fechas, horas y otros detalles grabados en su memoria a base de las repeticiones. La noche helénica cayó de sopetón, Penélope encendió el pebetero de sebo de carnero que echaba y olía a rayos; el ambiente se puso muy romántico. La paz hogareña, la alta fidelidad de la amada, la luna en el firmamento; todo contribuía a exaltar los ánimos de Ulises. –Ya vámonos a acostar Penelopita- susurró, y ella acercándose a la vela: Espérate tantito, ya nada más remato esta vuelta para que no se me salgan los puntos. Pero Ulises no es hombre de muchas palabras ni de esperas, todo lo contrario, apenas si habla, es de acción y le requete fastidia que lo hagan esperar. Lanza un gruñido de advertencia; Penélope se levanta de su salea de borrego merino y acaricia la barba enmarañada de Ulises, le besa la frente, lo recuesta sobre las almohadas rellenas de plumas de ave roc, le mete un gancho entre las barbas y le teje una bonita y larga trenza que le queda como babero pelirrojo. El héroe monta en cólera a falta de otra cosa, zarandea a Penélope cogida por los hombros, ella chilla: “Salvaje, que me sacas los puntos”. Se desase de los crispados dedos del amante y se retira enfadada al rincón más apartado de la casa. Él la persigue sin tregua, acostumbrado al acoso sin un instante de vacilación y sobre la misma bufanda que para entonces está alcanzando los dieciocho kilómetros, cumple el ritual amoroso que el Supremo ha concedido a los héroes como merecimiento a su grandeza, mientras la fiel y obstinada Penélope no encuentra óbice para continuar su arácnida tarea… dos derechos un revés…dos derechos un revés…dos derechos un revés…

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