REVELACIONES DE JUDAS TOMÁS
MAGNO GARCIMARRERO
Registro
INDAUTOR: 03-2007-071214513800-01
ISBN:
978-968-9299-03-5
Me ha sido dada
esta revelación como una concesión oficial con la
que el Todopoderoso, por el muy
amable conducto del Apóstol Judas
Tomás, se ha dignado señalarme para que a mi vez la
comparta con
ustedes.
Confío en que, quien lea este
testimonio sepa distinguir entre lo cierto y lo
falso, porque no es dado a cualquier
mortal hallar la diferencia.
Estamos tan habituados a vivir
engañados, que lo real se nos pierde como
una aguja en el pajar de la
incertidumbre y acaso, muchas veces por
tranquilidad de ánimo, por comodidad,
por economía o por conveniencia
nos empeñamos tozudamente en creer y
defender las mentiras en tanto
tememos y dudamos de las verdades.
Dios me ha
distinguido con la verdad, allá ustedes si no me creen.
M. G.
“Dijo Jesús a sus discípulos:
Haced una comparación y
decidme a quien me parezco”.
Adagio 13 del
Evangelio gnóstico de Tomás.
M |
aría
y José estaban consternados ¡Cómo podrían haber imaginado que en el primer
parto Dios los habría de bendecir con dos robustos y sonrosados niños! De lo
dicho por el arcángel al momento de la anunciación, no se desprendía ninguna
sugerencia, ningún aviso cifrado o tácito, por lo contrario, Gabriel había
hablado en un clarísimo singular: “concebirás en tu seno y parirás un hijo a
quien darás por nombre Jesús”. Aunque si bien, el anuncio era tautológicamente enunciativo,
podría tenerse como no limitativo; un segundo hijo podía considerarse un
repuesto, una prevención inteligente del Señor por si los Herodes, una dádiva adicional que ponía de manifiesto
la magnanimidad del Altísimo ante la humilde y sumisa respuesta de María:
“hágase en mi según tu palabra”.
Un par de gemelos en un pesebre era
una monstruosidad que chocaba con todo orden natural, solemne, histórico,
profético, ecuménico, estético. Antinatural porque siempre se ha entendido o
sospechado cuando menos, que los partos múltiples son para las especies
inferiores, mas no para la humana reina de la creación, que es por lo general
unípara. Antisolemne, porque los mellizos, gemelos, cuates o como se les llame
en cualquier idioma, siempre mueven a risa, rompen con el orden establecido o
caen en un mundo mágico de juego de espejos, en donde se duplican los bienes y
los males. Antihistórico porque dividir el tiempo del mundo en dos eras A. C. y
D. C. antes de los cuates y después de los cuates, en vez de como se hace ahora
desde los tiempos del Papa Gregorio XIII, correría el riesgo de dejar de ser
una referencia cronológica, para pasar a ser una referencia humorística.
Antiprofético porque los viejos predicadores no habían imaginado ni dejado
consigna oral y menos escrita de que se pudiera dar semejante tropiezo en las
sagradas escrituras, ni en los más atrevidos y apocalípticos vaticinios.
Antiecuménico porque con dos Mesías no podía pensarse en la universalidad de sus
ideas, de pronto todo se dividiría por la mitad para que una parte terminara
donde comenzara la otra y, antiestético porque no se vería bien un pesebre del Greco
con mellizos, una última cena de Leonardo con un par de cuates al centro, ni un
Calvario de Tiziano con cuatro cruces en donde las dos del centro fueran como
una repetición, una penosa duplicación para creyentes bizcos, minusválidos o de
capacidades diferentes.
María y José habían
pasado en unos cuantos minutos del alborozo a la sorpresa y de ésta a la
estupefacción; tenían encima el apremio de la estrella de David, arcaico
símbolo del mesianismo, que ya se posaba echando rayos sobre el pesebre convertido
en una improvisada sala de partos y tras ella a los Reyes Magos que se anunciaban con los barritos del elefante,
los relinchos del caballo y los estornudos espumosos del camello. El estupor
del momento magnificaba los pequeños detalles como el hecho de que habían
previsto sólo una exigua muda para cubrir al niño, y el segundo gemelo desnudo,
comenzaba a cambiar del color sonrosado al morado. En medio de una zona
desértica como aquella, a las doce de la noche de invierno más larga y fría del
año, la imprevisión era más que negligente, peligrosa para la salud del recién
nacido; encima los Santos Reyes llevaban oro, incienso, mirra, pero ninguno
tuvo la ocurrencia de llevar un buen cobertor, una sábana, un trapito, nada,
como que iban a otra cosa; para más los paupérrimos pastores que habiendo oído
un mensaje divino y visto aquello que parecía un cometa con terminal en Belem,
se alejaron de sus apriscos habituales y se acercaron con todo y ovejas al
pesebre iluminado por la estrella binaria convertida en supernova. Fue entonces cuando José acercó una borreguita
que con su tibia lana cobijó al pequeño que aún no tenía nombre. A partir de
entonces se consagró a ese bucólico semoviente, sin importar el género de la
bestezuela, como el “agnus dei quitoli
pecata mundi” frase que es perfectamente bien traducible por: cordero de
dios que cubre del frío a los desarrapados de este lacrimógeno planeta.
La confusión invadió también a los
Reyes Magos, pues en un momento dado no sabían a quien adorar, porque eso dijeron:
que iban a adorar al futuro rey de los judíos, aunque luego se sabría a qué y
porqué estaban ahí tras tantas vicisitudes. Por su parte María y José ya no
ataban ni desataban, exhaustos, una por el parto primerizo, gemelar y prematuro,
porque como se sabe, todo embarazo múltiple no llega a término de nueve meses. José
por los necesarios auxilios que debió prestarle a su mujer en situación tan
difícil. Por todo esto habían dejado en un segundo término algo que debían
haber dilucidado de manera prioritaria: ¿Quién de los dos era el primogénito?
¿Podría considerarse la posibilidad de tener dos primogénitos? Es bien sabido que la primogenitura entre los
judíos era un asunto de estatus tribal, de preferencia hereditaria, de
liderazgo indiscutible; no de balde se había dado ya la vieja lucha por la
primogenitura entre los hijos del ciego Isaac, Esaú y Jacob alias Israel,
también gemelos casi idénticos, a no ser porque uno era peludo y el otro
lampiño; asunto que terminó con el despilfarro de rematar la primogenitura a
cambio de un plato de lentejas que, nadie se ha puesto a analizar, tal vez era
un justo precio; en fin, definir en ese momento la titularidad de la primogenitura
era asunto asaz importante. Repuestos de la sorpresa optaron por considerar
primogénito provisionalmente y mientras no hubiera una sabia opinión de los
doctores del templo al que ya estaba en pañales, arropado y con el nombre que
desde la anunciación le había mandado poner el Supremo en voz de su mensajero
Gabriel, Jesús y/o Emmanuel. Eran esos los apelativos y con esos, más algunos
apodos gentilicios como Nazareno y reverenciales como el latinajo Cristus, sería
conocido en lo sucesivo. El niño desnudo cobijado bajo la corderita recibió por
el momento el apodo de Taoma que en el
idioma hablado por José y María quería decir ni más ni menos: mellizo,
sobrenombre que con el tiempo derivó en Tomás. Aunque el padre, a quien conforme
a la ley correspondía poner el nombre a sus hijos, no pensó demasiado tiempo
para encontrarle el vulgarísimo nombre de Joda o Judas. A pesar de eso se le
conocería más con otros apodos similares al primero, siempre señalando la
condición de ser gemelo, como Dídimo del griego. Con este mote encontraron sus vestigios los
escribas del siglo IV y le atribuyeron la compilación de adagios que
calificaron de gnósticos, alusivos a su querido hermano primogénito Jesús el
Cristo. Tiempo después otros nombres más le darían carta de naturalización en
un continente entonces desconocido. Kukul-Can del maya y Quetzalcoatl del náhuatl,
que bien traducidos significan Divino Gemelo y no serpiente emplumada, que ésta
es sólo la representación ideográfica y escultórica de la dualidad celeste del
lucero más brillante del cielo. Así que por nombres, este cuate tuvo para dar y
prestar en el viejo y en el nuevo mundo.
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a ley
mosaica ordenaba presentar ante el templo al niño dentro de los ocho días
siguientes al alumbramiento, en este caso al par de niños, para que en
ceremonia ineludible les fueran cortados sus respectivos diminutos prepucios y
los padres hicieran profesión de fe y gratitud a Dios, mediante el sacrificio
de palomos, corderos o chivos expiatorios según el caso, cuidando siempre que
tanto humanos como animales fueran de sexo masculino que, el templo era lugar
reservado para los varones. A últimas fechas por la nefasta influencia romana y la mano de
obra de Herodes que no todo lo que hizo fue malvado, se había construido a
regañadientes un vestíbulo lateral donde podían estar las mujeres sin tener que
acceder al interior de la sinagoga. José se vio forzado a apresurar los
acontecimientos e impidió que la parturienta reposara los cuarenta días de
impureza puerperal. Se fueron en busca del templo donde el nuevo padre plantearía
otro dilema legal: si cuando el parto era de un varón, la mácula se lavaba en
cuarenta días y si la cría era mujercita el tiempo de espera para lavar la impureza
era de ochenta días ¿Cómo debía manejarse el caso como este en que eran dos
varones? ¿Se duplicaba el tiempo impuro? O por el contrario ¿Se contaría por
mitad? O ¿Se mantendría en cuarenta días como si fuera sólo uno para no meterse
en sacrosantos berenjenales? El problema no era asunto menor, tendrían que
intervenir los escribas del templo para despejar la duda. Como se sabe, María y José no pasaron una
segunda noche en el pesebre; tal si hubiera sido un caso de atención médica
ambulatoria, al alba del día siguiente partieron, ella sobre el lomo del asno con
ambos niños en sendos brazos y él tira que tira del ronzal del jumento hasta
llegar a Jerusalen, que ya no estaba lejos, donde además de ser circuncidados
los gemelos sietemesinos en el octavo día de su nacimiento de acuerdo a las
leyes de Moisés, sería decidido por los sacerdotes el tiempo para que operara
la purificación de la recién parida, la primogenitura de alguna de las dos
criaturas que conforme pasaban las horas se iban pareciendo más y, finalmente,
a lo que iban, la inclusión de la familia en el censo romano.
Los tiempos eran otros, en aquellos,
primero era la devoción y después la obligación, así que llegaron sin atajos ni
titubeos al templo; alrededor de él, como ha sido el uso y costumbre en todas
partes, mercaderes de animales de sacrificio ofrecían a gritos su mercancía.
Algunos sedicentes profetas y adivinadores recitaban a voz en cuello el futuro
de quien pasaba frente a ellos mientras un ayudante seguía al señalado para
reclamarle un pago por haber escuchado su destino al pasar, cambistas precursores
de la moderna banca y casa de bolsa ofrecían sus servicios y reclamaban
confianza. El color negro prevalecía en la indumentaria de las personas,
sobretodo en las mujeres; algunos
hombres vestidos de blanco se distinguían en medio de la multitud que
iba y venía por las callejas en torno al templo, María resaltaba entre todos
por su manto albo y celeste completamente fuera de contexto. Un molesto olor a
chamusquina atacaba el sentido del olfato y el humo de los braseros hacía
llorar los ojos. Alrededor de los ofertorios algunos mendigos peleaban por despojos quemados de animalejos
sacrificados. José compró los dos
mejores corderos que pudo encontrar estirando su raquítica economía, pues un
carpintero antaño como ahora, no se podía dar lujos por mucho que celebrara la
fuerza de su virilidad al dos por uno. Dentro del templo era imposible andar
sin llenarse las sandalias con la sangre de tantos animales degollados porque
los escurrideros estaban rebosados, más que sinagoga parecía muladar, ahí pues
comenzaba la penitencia. Después de cumplir con el degüello ritual, que por
escatológico es necesario omitir, José solicitó audiencia con alguno de los
doctores del templo, y sin hacerlo esperar demasiado le mandaron subir a un
podio donde tres de ellos sentados aceptaron escucharlo, mientras él postrado
expresaba sus dudas en medio de alabanzas a Dios. Enterados de la demanda, primero
discutieron entre ellos sobre la primogenitura de las criaturas, y pidieron que
José las presentara desnudas ante los sabios. Después de examinarlas de cabo a
rabo, pasárselas de mano en mano y voltearlas al revés y al derecho, decidieron
que no sabían cuál era cuál, o sea, cuál había nacido primero y cuál después; a
esas alturas, José tampoco sabía ya cuál era Jesús y cuál Joda. Finalmente
optaron por marcar al Taoma haciéndole un tatuaje apenas perceptible en la yema
del dedo índice de la mano derecha, mediante el simple procedimiento de practicarle una pequeña
herida y untarla con tizne, subproducto de las hogueras sacrificiales; esa insignificante
mácula sería la que muchas centurias después consignaría por inspiración Leonardo
da Vinci en la pintura de la Última Cena, donde Tomás, el primer rostro a la
izquierda del ungido, se mira eternamente la huella dactilar del índice
derecho. A Jesús o Jesua que también así lo nombraron los sabios, prefirieron
dejarlo sin mácula y lo declararon hijo primogénito de José, descendiente de la
casa de David y concebido sin mancha en el vientre de María la menor de las
hijas de Joaquín.
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on
la misma daga afilada con que se había marcado al Taoma, el sacerdote más
conspicuo procedió a hacer la circuncisión de los mellizos, uno primero otro
inmediatamente después; sin anestesia ni sustancia alguna que pudiera aminorar
el dolor, fue así nada más, con una destreza de cirujano de larga experiencia,
un corte rápido y diestro; después fuera de la costumbre que era echar al
brasero de la ofrenda el pequeño anillo de piel que resultaba de la operación,
el sacerdote se calzó uno en el dedo meñique de la mano izquierda y el otro en
el dedo meñique de la mano derecha, los alzó y en tono solemne dijo: “Alabado sea Dios que en este momento ha
obrado el milagro de la duplicación de los prepucios” dicho lo cual, entregó ambos a José quien
confundido por la alteración del rito tradicional, no supo que hizo con ellos,
quizá se los guardó en la faltriquera, tal vez se los llevó a María que desde
el vestíbulo femenil le había hecho una seña ininteligible, pudiera acaso
habérselos robado algún fanático después de escuchar que se trataba de un
milagro de multiplicación. El asunto es que corridos los siglos y movidos los
linderos del mundo muchas veces, un santo prepucio apareció en una iglesia de
Calcata cerca de Viterbo en Italia, otro en la abadía de Charroux en Francia,
llevado ahí por Carlo Magno quien contó el cuento de que estando de visita en
los lugares santos, hincado ante el sepulcro del Señor con los brazos y las
manos extendidas, un ángel descendió del cielo y puso en su mano derecha el
prepucio de Cristo. Los fieles le creyeron entonces. Un tercer prepucio se
venera en la abadía de Coulombs en Chantres, un cuarto apareció en el dedo de
la emperatriz Irene de Bizancio como anillo de boda cuando casó con Leo IV. La
reliquia se fue multiplicando milagrosamente, Santa Catalina de Siena soñaba
con el prepucio como anillo nupcial al
contraer matrimonio con el mismísimo Nazareno. ¡Qué hubiera dicho Freud! Y Leo
Allatius, un sabio del siglo XVII creyó ver los dos prepucios gemelares en los
anillos del planeta Saturno.
Respecto al tiempo
de la purificación de María los sacerdotes discutieron durante varias horas sin
llegar a un acuerdo digno de comunicar al impaciente José, probaron dejar el
arameo y discutir en el culto idioma griego pensando que el problema podría ser
sólo de palabras, segundo fracaso, probaron en latín idioma de los dominadores
y, al caer en cuenta que los tres idiomas les servían sólo para repetir las
mismas equivocaciones, decidieron apelar a una segunda aunque lejana instancia
recomendando a José esperar hasta el siglo XIX para que el Papa Pío IX por
medio de la bula Ineffábile Deus,
decretara el 8 de diciembre de 1854 la inmaculada concepción de María. ¡Y
nosotros nos quejamos porque la justicia no es pronta ni expedita!
Satisfechas aunque a medias la manda
y la demanda, faltaba solamente cumplir con lo mandado por Augusto, llegar
hasta la improvisada oficina del censo para inscribir a toda la familia. Ahí
dejaron nota de lo que ya sabemos, que José era hijo de Helí según unos, Jacob
según otros, hijo de Mathán, hijo de Eleazar, hijo de Eliud y así hacia atrás
de las generaciones hasta llegar al Rey David, aquel que indistintamente le cantaba
las mañanitas a las muchachas más bonitas y le declaraba su dulce amor, “más
que el de las mujeres”, al cadáver de su amante Jonathán muerto en combate,
según nos dejó contado Samuel. El gran rey David era tronco y raíz del árbol
genealógico de cuya última rama pendían dos frondosos albaricoques: los mellizos Jesús
y Judas. Por la parte de María se anotó
la retrospectiva genealógica inmediata de Joaquín y Ana sin ir más lejos por
dos razones: primero porque era tiempo y lugar en que la mujer valía sólo como
vientre sin significación para la estirpe, y segundo porque ambos padres hacía
tiempo que habían muerto de viejos. De todas suertes todos esos registros
serían arrasados por la guerra que ya se barruntaba, sin que quedara vestigio alguno.
Así se entiende porqué el historiador estrella que poco después se ocuparía de hurgar
en los anales para narrar los sucesos, el judío Flavio Josefo no encontrara
nada que consignar sobre la trascendental vida y familia de los mellizos que
reformarían el pensamiento universal.
De la hacienda con que contaba la
familia, el censor no registró nada porque José sólo declaró el pollino sobre
el que habían viajado, sus herramientas necesarias en el oficio de carpintero,
y la modestísima vivienda a la cual, en casa del herrero azadón de palo, se le
colaba el viento en tiempos de aire y la luz por las rendijas de las paredes
mal traslapadas en los serenos amaneceres nazarenos. No era la excepción, en el barrio
la
mayoría de las casas estaban en condiciones parecidas. Del oro que uno de los
Reyes Magos había llevado de obsequio, José se guardó muy bien de no decir
nada, quizá porque era materia muy gravable, o tal vez porque el taimado Mago
igual que como lo trajo se lo llevó. En cuanto a educación declaró José que
María no sabía leer ni escribir y ni falta que le hacía porque era mujer de
pocas palabras y de muchas lágrimas, que él conocía de memoria los pasajes de
las sagradas escrituras y leyes mosaicas repetidas cotidianamente en las
ceremonias de la sinagoga pero ahí mismo hizo la promesa de educar a sus hijos
para que llegaran a ser preparados y sabios, Jesús rabino por predestinación, Judas el de la mácula en el dedo, quizás arquitecto
o cuando menos decorador de interiores. No recordó en ese momento, o no quiso
recordar que el Talmud los obligaba a ser carpinteros como su padre.
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os
gemelos se pusieron a crecer inmediatamente como única tarea obligatoria. María
como toda buena mujer con sus dos pechos bien dispuestos y un gozo jamás
descrito por los superficiales evangelistas se dedicó a amamantar ora simultánea
ora sucesivamente a sus vástagos. En la intimidad de la lactancia logró
distinguir el carácter que a ella y sólo a ella permitiría identificarlos para
toda la vida sin necesidad de revisar el tatuaje del Taoma. Jesús era más
activo, se mantenía más tiempo despierto y en consecuencia reclamaba la teta
más veces durante el día. Judas era dormilón por lo que buscaba con menos
frecuencia el regazo de la madre. María se preocupaba por la salud de los dos y
forzaba el amamantamiento de Judas metiéndole el pezón en la boca aún dormido,
el pequeño echaba a andar su reflejo mamario y comía y dormía a la vez. Los chicos fueron creciendo
parejos e idénticos, José los confundía todo el tiempo aunque quizá porque no
les prestaba demasiada atención, la madre vivía sólo para ellos cuando no se
distraía con los quehaceres domésticos que finalmente tenían los mismos
destinatarios. En un momento dado se planteó una diferencia de opiniones: María
fue de la idea, que se quedó en idea, de conservar esa igualdad, intentó
hacerles ropa idéntica y tratarlos de manera igualitaria, pero José propuso e
impuso un trato diferenciado, separándolos el mayor tiempo posible, intuyendo
quizá que de ese modo serían personalidades diferentes e independientes y no
dependientes y subsidiarias como es posible que un trato indiscriminado pudiera
propiciar. La diferencia en las ideas de los padres, a los gemelos los tuvo sin
el menor cuidado, por lo tanto jugaron e hicieron de la vida diaria la
diversión más preciada de que se tiene noticia… o mejor dicho de la que ningún
evangelista, ni veraz ni apócrifo, dio noticia.
La buena nueva del nacimiento de los
mellizos, entonces más que ahora, estaba llena de fastos augurios, la gente
solía verlos con aureolas celestiales, y corrió como reguero de pólvora la idea
supersticiosa de que hacían milagros, de que sus orines eran curativos, de que
su saliva aliviaba incordios, postemillas, perrillas, mal de ojo; enfermedades que por lo demás padecía un alto
porcentaje de la población, como lo
aclaró
un poeta de la posteridad: “pueblo infecto que de todo tenía, salomonico,
sarna, lepra y sarampionico”, aunque no eran atribuidas a la mugre y falta de
higiene en que se vivía, sino a influencias del Demonio que, en esos tiempos,
igual que Dios, hacían vida pública con los creyentes del pueblo elegido. Los
cuates no tenían que hacer nada más que tocar o dejarse tocar y la gente
enferma con sólo acercarse a ellos afirmaba con los mayores aspavientos haber
sanado al ver salir corriendo a los demonios para refugiarse en cerdos u otros
animales despreciables e incomibles. Otro milagro que desde pequeños sabían
hacer era encontrar cosas perdidas o animales extraviados por sus dueños, los
cuates buscando uno por un lado y otro por otro lado invariablemente
encontraban lo que se proponían. La gente comenzó a regalar monedas a María, a
llevarle gallinas, borregos y hasta sabandijas del desierto en muestra de
agradecimiento por el alivio o el hallazgo, la fama de los gemelos milagrosos
cruzó las fronteras de Belem, de Nazaret, de Jerusalén y se propaló por las aldeas
más distantes; esto sumado a que por descendencia los mellizos pertenecían a la
casta del rey David, aquel que Miguel Ángel puso en mármol de cuerpo entero
para admiración de medio mundo y licuefacción de boca de muchas y decentes
damas modernas que forman el otro medio mundo, dio por consecuencia que cuando menos a uno de
ellos se le tuviera por Ungido, llamado a ser libertador y rey de los judíos,
como lo fuera su tatarachozno el pastorzuelo que blandiendo una honda, diera en
tierra con los tres metros de estatura de Goliat el filisteo, azote terrible de
sus antepasados, y todo esto, para que se cumplieran las sagradas escrituras.
Lo supo Herodes, quien ya había
visto frustrados sus deseos de aplastar la creencia fanática de un nuevo Mesías
porque los Reyes Magos, como finalmente se supo, los muy taimados habían sido
sus espías, pero arrepintiéndose luego de conocer a los graciosos gemelitos, ya
no habían regresado a darle noticia sobre el profetizado nacimiento, así que al
puro tanteo mandó degollar a todos los niños de Belem hasta de dos años de
edad, o de tres por lo que encogiera, sin imaginar que José, avisado en sueños
por un ángel, cargó con la familia, el burro, trastos y herramientas y en un
santiamén se puso en Egipto, esta vez el miedo si anduvo en burro, según nos
cuenta Mateo el evangelista; ahí se la pasaron hasta la muerte de Herodes ocurrida
antes del año contado a partir del degüello de inocentes; de esta manera la
familia… y el burro, estaban de regreso en Galilea cuando sobre esa tierra ya
mandaba Herodes Antipater de
quien
se sabe no era tan antipático como su padre. Menciono de manera especial al
burro, dada la importancia que tuvo este animalito en la vida del Mesías,
aunque no importe mucho a la vida de Tomás a quien por las preferencias, le
tocó hacer siempre el camino en calidad de peatón al lado de su gemelo jinete
de pollino, una vez que ambos pudieron y tuvieron que caminar. Y es que dicho sea de soslayo por no ser
demasiado importante para el meollo de
este asunto, el burro era entonces lo que un auto compacto es ahora, adminículo aunque de pobres,
indispensable para hacer turismo, fuese de placer, fuese obligado, o para el
puro efecto de que se cumpliesen las sagradas predicciones de Zacarías, como fue
el caso de la toma de Jerusalén, a donde entró Jesús con sus rebeldes
blandiendo duras pencas de palma como
armas contundentes, sobre un borrico que nunca había sido cabalgado. No se sabe por boca de ningún juglar ni mano
de ningún escriba, si el burro familiar tuvo nombre, pasó lo mismo que con el asno
de Sancho mil seiscientos años después, todos se han referido a él, a través de
los años, con los genéricos “burro” “asno” “jumento” “pollino” y nada más, pero
como tampoco tienen alma personal esos animales, sino que comparten un alma
colectiva y universal que no cuaja en un “yo burro” quede pues entendido que
todos los burros que ayudaron a Jesús y su familia eran el mismo burro de todos
los tiempos, excepción hecha de “Platero” quien, teniendo este nombre, también
tuvo en Juan Ramón Jiménez un yo particular. Me asalta con más fuerza esta revelación, para
dictarme la duda respecto a ese espíritu universal que en esta historia parece
estar más identificado con el asno que con la paloma.
A |
pesar de que José y María continuaron teniendo
hijos cada dos o tres años, los mellizos gozaron siempre de la preferencia
familiar, en un momento dado su creciente mundo doméstico giraba en torno a
ellos; los hermanos que fueron llegando después: Jacobo o Jácubus o Tiago o
Santiago como se le conoció siglos después con el apócope de santo añadido al nombre; José anodino tocayo
de su papá, Simón a quien el mismo Jesús le apodó Pedro por sus modales y
carácter duros como piedra, y las muchachas: María tocaya de su madre y
Elisabet o Elizabeth con ortografía inglesa o Isabel, único nombre que decidió
María en honor a su prima la madre de Juan el Bautista quien, por cierto era de
la misma edad de los gemelos y se parecía tanto a ellos que podían haber pasado
por trillizos, a no ser porque Juan era greñudo, desarrapado y con un carácter más agrio que un
limón persa. En suma siete hijos, seis
partos que en esas épocas era lo más común y corriente, y todo en un lapso de
no más de dieciocho años, o sea que a los treinta y cuatro años de edad María
era una joven madre con altas probabilidades de sufrir por siete lados
diferentes. En ese entorno hogareño fueron creciendo los gemelos rodeados de
los modestos privilegios que podían ofrecérseles. A Judas sus compañeros y sus
propios hermanos lo motejaron con el sobrenombre de Tomás para no confundirlo
con otros tres Judas que hacían fama en la misma época: su sobrino hijo de
Simón Pedro, al que por haber heredado el carácter duro de su padre, mejorado
con impulsos rebeldes e irrespetuosos hasta el grado de andar armado con una daga
o sicae, lo llamaban Judas el sicario o Judas Iscariote; también con Judas
Tadeo que ni fu ni fa pero contribuía a la confusión y, Judas Gaulanita famoso
rebelde hijo de Ezequías que se parapetaba en las montañas de Gamala de Galilea
donde las cohortes romanas lo asediaban por haberse levantado en contra del
segundo censo que mandó a hacer Antipater el segundo Herodes para saber cuanto
le había dejado el Grande.
A Jesús la misma familia le fue haciendo un lugar especial,
distinguido en todo momento aún por encima del propio padre José quien, ante la
abrumadora personalidad de su hijo se fue disminuyendo, mimetizando casi hasta
desaparecer; hubo ocasiones en
que
después de dos o tres días de no saber de su existencia, alguien lo echaba de
menos
y
como ya se había hecho costumbre, mandaban a los cuates a buscarlo y estos, lo
encontraban también por costumbre en el rincón más apartado del patio regando
su báculo que había clavado en la tierra como si fuera una vara más del
lindero; tantas veces y tanta agua le había echado, que lo que alguna vez fuera
un estéril cayado floreció aromando el ambiente y convocando abejas y colibríes
a libar la miel de los nardos.
Por este tiempo fue que un sacerdote del templo, llamado
Jonatán, enterado de la conseja que corría respecto a uno de los hijos de la
familia, de quien se decía era el hijo único de Dios encarnado, le acomodó a
José el remoquete de P. P. abreviatura de pater
putatibus, padre putativo o suplente, cosa que a José no le produjo la
menor molestia, pero a Tomás le ofendió tanto, que le pagó a su sobrino Judas
el sicario para que fuera a hacer alguna maldad a casa del rabino. Tomás se
imaginó que el desquite sería obrarse en la puerta de su domicilio, orinarse en
la tinaja de agua que dejaban serenar en el cobertizo de la entrada, alguna
otra maldad de poca monta. Cual sería la sorpresa de Tomás cuando se enteró por
boca de terceros que habían matado al sumo sacerdote llamado Jonatán. Por
supuesto que nadie supo, salvo Tomás, quién había cometido el crimen. La
historia da cuenta de las tremendas consecuencias, mas no de las nimias causas.
A nosotros sólo nos ha llegado la costumbre, con olvido de sus orígenes, de
llamar Pepes a los Joses y Pepas a las Josefas.
No era una familia común y corriente
la de Jesús y Judas, porque además de pertenecer al pueblo elegido de Dios,
provenían de la dinastía del rey David. Los profetas de antaño le habían prometido
a éste un trono estable eternamente y, la única manera entendible de cumplir
esa promesa era mediante la sucesión hereditaria; así que los descendientes engendrados
por David en cada una de sus múltiples esposas, habían desarrollado un
prejuicio de casta divina que los llevaba a disponer que todo primogénito debía
ser preparado para asumir a su tiempo el papel de rey, o cuando menos Mesías. Esa
suerte corrió un tal Emmanuel a quien se le confunde con Jesús; Juan el
Bautista hijo de Zacarías aquel que predicaba en el vado de Betabara, en el río
Jordán, y finalmente o mejor estaría decir, a continuación le tocó a Jesús
intentar que se cumplieran en él los augurios de los profetas. Digo que a
continuación, porque ni fue el primero ni fue el último; antes que él muchos
iluminados quisieron ser cristos y muchos después pretendieron ser los enviados
de Dios mandados a redimir a esta humanidad de pecadores. Había sido este
proceder muy tranquilo en tiempos de paz, muy escasos por cierto en la historia
de ese pueblo, pero bajo el dominio de una potencia que sojuzgaba a base de
espada y cruz, la expectativa de un rey
de los judíos, era por sí sola una provocación para el imperio romano.
N |
o
faltaban juegos entre hermanos que terminaban en guerra de pedradas, puñetazos
y revolcones, pero estas contiendas filiales siempre encontraban unidos
presentando un frente común a Tomas y Jesús; por su parte entre ellos jamás
hubo discusión o desacuerdo, ni siquiera se hablaban, se entendían con una
simple mirada y ejecutaban o dejaban de hacer algo al unísono, cualquier tarea
que entre otros hermanos requería de conveniencias o rechazos ellos la
manejaban a cuatro manos. Era cosa digna de admiración. En sus juegos solían
armar verdaderas comedias de equivocaciones y se burlaban de los demás haciendo
suponer que uno desaparecía de un lugar apareciendo casi simultáneamente en
otro distante al tiempo que alguno de ellos les decía a quienes observaban:
“Ahora me veis, dentro de un poquito no me veréis, pero después me volveréis a
ver” y al momento llevaban a cabo el acto que parecía de prestidigitación. El
don de la ubicuidad que se ha tenido siempre como un sortilegio de fábula, en
los gemelos era natural y cotidiano. Hubo entonces quien creyó en su magia y en
la posesión de poderes divinos y milagrosos.
Aproximadamente a los catorce años, sus aficiones empezaron
a cobrar diferencias, Tomás adquirió una destreza extraordinaria en el oficio
de carpintero superando con mucho las manufacturas de su padre, mientras que
Jesús, como es sabido por todos, se preocupaba por memorizar
Su éxito en las
discusiones lo llevó a asumir una actitud soberbia y a desarrollar cierta
aversión hacia su madre, al contrario de Judas Tomás que mostraba un gran apego
hacia ella; cuando el aprendiz de Rabino convencido de ser el Ungido le expresó
su desprecio a María diciéndole en la boda de Caná al acercarse ella a
informarle que no había más vino: “¿Qué tengo yo contigo mujer? Aún no ha
llegado mi hora”, ella se retiró apenada mientras Tomás se acercó a su hermano y con tono filial pero
enérgico le dijo: “No está bien que le hables de ese modo a nuestra madre. De
ella no puedes tener duda alguna, de José y del Espíritu Santo te es dado caer
en dudas, pero de ella, sólo el pecado de soberbia te puede cegar para no aceptar
su maternidad. Arrepiéntete y discúlpate.” Jesús no atendió lo que le dijo el
hermano o simuló que no le daba importancia, se distrajo ocupándose en echarle
abundantes pétalos de rosa de Abisinia o flores de jamaica, o hibiscus sabdariffa, que con estos
nombres se le conoce en el mundo entero, a unas tinajuelas de agua que estaban
allí, por lo que al final de la fiesta, ya todos bastante pasados de fermentos,
puesto que se habían acabado las reservas, creyeron estar tomando el mejor vino
que habían probado en su vida. ¡Hasta la fecha el agua de jamaica es el vino de
los pobres!
Tomás adquirió
reconocimiento por sus trabajos de ebanistería que le valieron el título de
arquitecto, huelga añadir, no se lo expidió ninguna universidad, razón por la
que conservó siempre su disposición humilde y servicial. Por eso cuando Jesús
tomó las armas contra los dominadores romanos, el primero que lo siguió
sumisamente, como era de esperarse fue Judas Tomás, no tuvo que ser requerido
por su hermano, solo le dijo: “si vas a cometer la imprudencia de regresar a Judea, donde te están esperando para matarte a
pedradas, yo voy contigo para que nos maten a los dos”. Casi cien años después
Juan el evangelista registró el hecho, deformado por el tiempo y la mala
memoria, pero de cualquier modo dejó consignado el gran amor, la solidaridad
inquebrantable y conmovedora que hubo siempre entre los dos hermanos quienes
habían habitado la misma matriz y mamado de la misma leche. A Jesús le sirvió
de apoyo y confianza, juntos se fueron a Bethania a la casa de las también
gemelas Martha y María Magdalena, con lo que desde entonces quedó confirmado
que jalan más dos tetas que cien carretas… y doble en este caso que eran
cuatro.
Varios días pasaron los mellizos con las mellizas hermanas
de Lázaro quien se puso enfermo por ver las liviandades que se tomaban las dos
parejas en su casa, al grado de que se le hinchó el hígado de los corajes que
hizo y como resultas pasó a mejores… o cuando menos se hizo el occiso. No era
para menos, porque no obstante que María gozaba de fama de prostituta, su
profesión, por cierto muy lucrativa, la ejercía en Magdala, pero estando en
Bethania, en la casa familiar, lo menos que esperaba Lázaro era que se
comportara con el mismo recato con que lo hacía Martha, pero llegados los
gemelos sucedió al revés, la que soltó sus atados morales fue Martha que en un
principio se impresionó por la figura altiva de Jesús y pretendió competir con
su hermana quien dominando como dominaba las artes de la seducción, no le dio
la menor oportunidad de acercarse a ungir al Nazareno, por lo que Tomás le
sirvió de premio de consolación. Éste siempre conforme y dado que Martha estaba
tan hermosa como María y además conservaba los recatos domésticos, no tuvo el
menor empacho en hacer el cuarto como en un buen partido de dominó entre cuates
y cuatas y ponerla al corriente de lo que debía saber sobre el amor. Aquí el dedo tatuado jugó un papel muy
importante al principio, pues era la única manera de distinguir que cuate le
tocaba a cada cuata, aunque a los pocos días la distinción ya no importó más
porque las equivocaciones iban de las unas a los otros y de los otros a las
unas haciendo el juego más sugestivo y excitante; muchas veces la duda fue
preferible a la certeza. De la muerte de Lázaro y su resurrección no hablaremos
más porque los reportajes de los evangelistas son conocidos por todos.
J |
esús
arrastraba a Tomás a todos los caminos y a todos los caprichos que su soberbia
le dictaba y éste, dócilmente acataba lo que el hermano proponía. Cuando Jesús
iluminado decidió hacer vida mística apartado de la gente, vagabundeando por
las orillas del mar de Galilea, escalando montes inhóspitos o cazando
chapulines para comer en el desierto, el gemelo sin protestar lo seguía y
ayudaba. Cuando el Mesías, como exigía Jesús que le llamara, seguido de una
muchedumbre fanática anunciaba que pasaría cuarenta días y cuarenta noches en
el desierto en ayuno total, los testigos que a veces se distraían o dormitaban,
no se daban cuenta que cada dos días se turnaba un cuate por el otro;
confundidos con ver al Nazareno serenándose arriba de una peña sin moverse toda
la cuarentena, lo daban por milagro.
Cuando Jesús, como Mambrú, se fue a la guerra, se fue para cobrar
cumplida venganza porque a su padre José lo habían matado en Séforis por la
imprudencia de ir a buscar a su vecino, según lo consigna José Saramago en su
“Evangelio” que no voy a repetir aquí, pero que es más creíble que los de los
cuatro evangelistas canónicos, y como
siempre, no necesitó de acuerdos ni discusiones; bastó una mirada para que
Tomás le dijera lo que le repetiría tantas veces por amor filial: “Nos vamos
juntos, juntos nos mandó Díos, juntos tendrá que llevarnos, quien te mate a ti
tendrá que matarme a mi también”. Jesús
cambió de pronto su actitud de Mesías por la de rebelde, encampanó a un grupo
de fanáticos seguidores que creían en él, los convenció de que Dios su padre no
lo había mandado a meter paz sino espada, los conminó a que el que no tuviera
espada vendiera su capa y comprara una, y con unos cuantos a quienes llamó
discípulos más su inseparable y bien amado hermano Tomás, se lanzó a las
montañas de Gamala con la idea de sumarse a las huestes de Judas el Gaulitano.
Antes de ello, con el propósito de allegarse fondos económicos para su nueva
causa, asaltó las arcas del templo de Jerusalén, les arrebató sus ganancias a
los cambistas y mercaderes, se llevó el contenido de los cepos y con todo ello
partieron al nido de águila donde se parapetaba Judas Gaulanita.
Tomás también solía agenciárselas para reunir fondos para
la rebelión: Salomé era una galilea, que no debemos confundir con aquella
princesa idumea que instigó la muerte del Bautista, convencida ésta de la causa
que defendía Jesús, estaba enamorada, aunque ni ella misma sabía de cual de los
gemelos; siendo una mujer económicamente acomodada, los financiaba
espléndidamente y solía pasar algunas noches con Tomás apodado Dídimo. En una
ocasión, después de estar un día completo con quien creía era el hombre de sus
requiebros, cayó en la duda, algo le dijo que con quien había yantado y yogado
no era exactamente Dídimo su habitual machucante. Las mujeres entonces como hoy
son intuitivas, aunque discretas y condescendientes, no pueden ser engañadas
por ningún hombre, y mucho menos por dos rústicos aldeanos, por mucho que sean
idénticos y se tengan por descendientes de la casta divina. Salomé decidió
expresar su duda, solamente para que no se le tuviera por desavisada, así que
le preguntó a Jesús a bocajarro: “¿Y tu quién eres hombre, que has comido en mi
mesa y te has acostado en mi cama?” A lo que Jesús contestó, sintiéndose cogido
con las manos en la masa: “Yo soy aquel que es igual a su igual”. Salomé no
tuvo más que replicar: “Seré tu discípula”. Y lo fue hasta el pié de la cruz el día aciago
en que el hijo putativo del carpintero entregó, para remisión de los pecados de
la humanidad, su alma al creador, aunque sólo fuera por tres días, tras de los
cuales la recuperó por medio de la resurrección para luego subir al cielo en
cuerpo y alma.
C |
uando
los conjurados se reunieron, por primera vez después de la muerte de Jesús, lo
hicieron en Galilea, porque en Judea no se habían aplacado las ansias
persecutorias a pesar del martirio y, en secreto por temor a ser aprehendidos y
correr la misma suerte que el crucificado; Tomás llegó el último y como todos
entró con suma cautela al lugar de la cita, aunque éste lo hizo por el tragaluz
del cuarto donde estaban los demás. Al verlo descender de golpe, cuando lo
esperaban por la puerta o cuando mucho por la ventana, sus pensamientos mágicos
se echaron a andar y, dado el parecido con Jesús, quisieron creer que se
trataba del mismísimo Nazareno y no de Dídimo. Qué difícil resulta convencer a
un fanático cuando se parapeta atrás de su dogma y no entiende razones. Peor en
este caso que no era uno sino diez los necios creyendo ver a su Mesías
redivivo. Después de un rato de porfiar,
ellos de que si y que si era el Ungido y, él de que no y que no, sino que era
Judas, Tomás, Dídimo, el cuate, gemelo, mellizo de aquel, tuvo que desnudarse y
mostrar que no tenía heridas, lesiones, estigmas, cicatrices, costras ni cosa
parecida que pudiera indicarles que había sido flagelado, coronado con espinas,
clavado de manos, muñecas ni calcañales, ni lanceado y aún así le costó trabajo
convencerlos de que era quien era y no al que se le parecía. No hubiera sido
Salomé- se dijo para sus adentros Tomás.
Después de mucho discutir, estuvieron finalmente de acuerdo
los diez unánimemente, en que lo que habían aprendido del Rabí Jesús de
Nazaret, no debía quedarse dentro de los linderos de Israel, por mucho que
hubiera sido la tierra prometida, sino que debían viajar por el mundo, que
entonces creían que terminaba en las columnas de Hércules y enseñar por las
buenas o por las malas la fe cristiana, esto a costa de sus propias vidas,
según el ejemplo del maestro; ni siquiera sospecharon que estaban inventando la
globalización y que, más adelante sucumbirían uno a uno en manos de
globalifóbicos recalcitrantes. Así fue como Simón Pedro decidió ir a Roma donde
lo crucificaron, Santiago se propuso seguir el camino que las estrellas le
señalaban, cosa que logró antes de morir decapitado por órdenes de Herodes
Agripa, sus restos se dice que descansan en Compostela. Bartolomé cuyo
verdadero nombre era Natanaél corrió para Armenia, Mesopotamia y
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n
Finisaterre Tomás oyó hablar a algunos viajeros respecto a que, al sur de
Con veinte hombres se embarcó el apóstol,
entre los cuales iba un berebere canario que ya sobre la marcha logró convencer
a Tomás de sus conocimientos marítimos, de la necesidad de ser el capitán de la
nave, y de tomar un atajo que casualmente pasaba por las Islas Afortunadas,
Fortunatae Insulae, como las llamó Plinio el Viejo cuando dio cuenta de unas
vacaciones que pasó ahí el rey Juba II de Mauritania., las Canarias ni más ni
menos. Para convencerlo Hirguan, que así se llamaba el canario, le contó que en
esas islas se hacía
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omás
llegó al Anáhuac cuando Roma contaba el año 792 a partir de su fundación, ab urbe cóndita,
como decían los romanos, que corresponderá al 38 de la era que se contaría
desde el nacimiento de Cristo, con más o menos seis años de atraso por un mal
cálculo del matemático Dionisio el Exiguo, lo que inspiró a un bromista de
nuestro tiempo a decir que Cristo nació en el año seis antes de Cristo. Corresponde
este tiempo al ome tochtli, dos conejo, de la cuenta larga teotihuacana que,
con increíble exactitud se venía registrando a partir del tránsito de Venus
frente al disco solar, ocurrido cuando en el viejo mundo se hubiera contado
como el 11 de agosto del año
Tomás era blanco, barbado, de estatura superior a la de los
pobladores que lo acogieron con gran júbilo y lo llevaron a la presencia del
cacique de Dzibilchantún, quien lo colmó de obsequios entre los cuales contó
una casa ovalada, hecha de otates, enjarrada con lodo, paja y excremento,
pintada de blanco con cal apagada, con dos puertas, una al oriente y otra al
poniente, piso de tierra, tapezco, techo de palma, que en tiempo de calor era
fresca y tibia en época de frío. También recibió dos mujeres para su servicio,
tres hamacas para dormir, abanicos para espantarse los insectos nocturnos y
unas hachuelas de cobre que aceptó con gran gusto creyendo que eran de oro y el
natural desencanto cuando se oxidaron. Las mujeres lo enseñaron a hablar el
idioma del lugar y el trató de explicarles que era hermano mellizo del elegido
de Dios; ellas mismas comenzaron a llamarlo por eso y porque había llegado con
el lucero del amanecer Kukulcán que, como ya ha quedado dicho, equivale a
gemelo divino.
Por mucho tiempo su única ocupación fue aprender la lengua
y conocer las costumbres, no necesitaba trabajar, la gente como antaño cuando él
y su hermano curaban apestados y poseídos, le llevaban animalejos del monte
para comer y lo trataban como un enviado de Dios. Un día una mujer le llevó una
manta tejida con una fibra muy fina y resistente obtenida de una planta llamada
Itzotl, tan suave al tacto y tan inmaculadamente blanca, que Tomás quiso
dibujar sobre ella y, recordando sus facultades de arquitecto para trazar
líneas, pidió a una de las mujeres de su servicio le llevara pinturas y
pinceles; el mismo día los tenía a su disposición y lo primero que se le
ocurrió dibujar fue a su madre, el recuerdo de María lo había asaltado muchas
veces en la azarosa travesía del insondable Atlántico. “Sobre un fondo de cielo
trazó la imagen de una mujer vestida de sol, y la luna menguante debajo de sus
pies y sobre su cabeza una corona de doce estrellas. Y estando preñada como si
clamara con dolores de parto”. Cuando
hubo terminado su obra supo que las pinturas con que la había elaborado no se
borrarían jamás, aunque la luna, bajo los pies de la imagen, pasó de blanca a
prieta por el yoduro de plata que contenía el pigmento; lo que no supo fue que
cien años después, Juan el Teólogo plasmaría por revelación esa misma imagen en
el capítulo 12 del Apocalipsis, y que en el siglo XV después de la expulsión de
los musulmanes de Europa, se tomaría como símbolo del triunfo de occidente
sobre oriente. ¡Tiempos en que dios no dejaba de la mano a sus vasallos!
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res
años después de su llegada, Kukulcán había aprendido el maya, entendido también
que las enseñanzas de Jesús no cabían por las buenas, en este nuevo mundo, había cambiado su
domicilio a una casa sacerdotal y olvidado que alguna vez se llamó Judas,
apodado el Taoma, Tomás y Dídimo y, con
su nuevo nombre decidió emigrar hacia el norte de la tierra nueva donde, estaba
enterado, existía la ciudad antesala del cielo, en la que esperaban los hombres
para convertirse en dioses, su nombre lo decía todo: Teotihuacan. “Apoteosis”
tradujo al latín casi sin pensarlo y en
ese momento se dio cuenta que en todas partes, en todos los idiomas y en todos
los tiempos, hay palabras para describir los anhelos de glorificación de los
humanos inconformes con su condición de simples mortales.
Era otro mundo, jamás había visto una ciudad tan grande y
cosmopolita, ni Roma podría compararse a Teotihuacan; era una ciudad donde se
escuchaban muchos idiomas diferentes, a ella convergía gente de todos los
confines del Anáhuac y, habrá que decirlo, se conseguía el pasaporte de la
deificación mediante el ya conocido procedimiento de la extracción del corazón
palpitante y la comunión mediante el consumo de la carne de los inmolados;
igual que en el templo de Jerusalén. Aquí sin embargo se consumaba sin
interrupciones el holocausto que Dios le frustró a Abraham sobre su primogénito
Isaac; muy parecido a lo que Herodes el Grande mandó perpetrar sobre los
veinticinco santos inocentes para que se cumplieran las sanguinarias antiguas
profecías. Estoy, se dijo, es la nueva
tierra prometida.
Mientras caminaba por primera vez sobre una calzada consagrada
al dios Quetzalpapalotl, Mariposa Divina, la luna, admirado por la
magnificencia de los edificios, la gente a su alrededor se admiraba a su vez al
ver su manto dibujado con el retrato de María y le pedían explicaciones que no
podía dar; los dos sacerdotes mayas que lo acompañaban eran quienes se
encargaban de explicar al paso y conducirlo a la casa sacerdotal que estaba a
un lado del templo, parecía una fortaleza inexpugnable a la que sólo se podía
acceder por una escalera de peraltes muy cortos y empinados. Sobre el terraplén
en el que culminaba la escalinata, incontables guerreros armados daban o
negaban el acceso a quien pretendiera llegar hasta ahí. Al acceder ante Cozcatl,
Gota de Agua, bello nombre, el gobernante y sumo sacerdote, los acompañantes le
hablaron en la lengua del lugar, él lo miró, admiró su capa y lo llamó por
primera vez Quetzalcoatl. No sabía y, tal vez no supo nunca Tomás, que antes
que él ya había pasado por ahí otro Quetzalcoaltl que viajando hacia el sur
había llegado a gobernar un pueblo con el nombre de Kukumatz, y que mil años
después llegaría otro Quetzalcoatl, Ce Acatl Topiltzin, quien inventaría el maíz transgénico, reinaría
en Tula la capital tolteca y se incineraría en Coatzacoalcos, después de
emborracharse con pulque y cometer incesto con la más buena de sus hermanas.
No le faltó quehacer, enterado Cozcatl, de que el recién
llegado era arquitecto, le fue encargado el diseño de los templos que para
entonces estaban en proyecto; Tomás Quetzalcoatl propuso construir al estilo
que él conocía: moles cuadradas por los cuatro costados como la ya famosa desde
entonces Kaaba de
EPÍLOGO.
En memoria del apóstol Judas, alias Dídimo, alias Taoma,
alias Tomás, alias Kukulcán, alias Quetzalcoatl,
Respecto a la capa con la efigie de la madre de los mellizos, corrió
insospechadas aventuras: se perdió durante 1484 años para aparecer en 1531 en
manos de un indio macegual originario y vecino de Cuautitlán, cerca de la
ciudad que había sido la gran Tenochtitlan, el hombrecillo se llamaba
Cuauhtlatoatzin, pero rebautizado con el nombre de Juan Diego quien desde el
año 2005 es tan santo como el propio hermano de Jesús. En 1794 Fray Servando
Teresa de Mier invocó la memoria del divino cuate y recordó que no se trataba
de la tilma de Juan Diego, sino de la capa de Santo Tomás, por eso lo persiguieron,
lo encarcelaron y lo desterraron. En 1810 una copia fiel de la apocalíptica
imagen fue usada por un cura réprobo llamado Miguel Hidalgo, para levantarse en
armas a favor de la independencia de lo que había sido el Anáhuac y al momento
era el Virreinato de Nueva España y finalmente en el año 2002 el chino Wu You
Lin obtuvo del último derechohabiente de la imagen, arzobispo Norberto Rivera
Carrera los derechos de patente número 752595 con base en
CONTRAPORTADA
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l dominico
regiomontano Fray Servando Teresa de Mier Noriega y Guerra (1765-1827)
pronunció un sermón en
M.
G.