lunes, 6 de febrero de 2012

LA RESIDENCIA DE LA HONRA

Hubo un tiempo muy largo, en que la honra de los hombres tenía su residencia en la vulva de su mujer y en el himen de sus hijas, consecuentemente solía salir raspado con harta frecuencia, entonces se inventó la fidelidad como escudo del honor; la primera y más antigua fidelidad, que no tenía nada que ver con la fidelidad de ahora; me refiero a la alta fidelidad de los aparatos de sonido. Esa fidelidad de antaño consistía simplemente en una patente de exclusividad sexual en la relación de pareja, en la que el compromiso de la mujer era subordinado y obligatorio so pena de divorcio, madriza y/o asesinato de la infiel y en el hombre era laxo, tolerable, discrecional e impune. Pues bien, eran tiempos en que no se habían siquiera presentido los derechos de las mujeres, pues si bien los derechos del hombre y del ciudadano se descubrieron y consagraron en las normas democráticas de la revolución francesa, tuvieron que pasar cientos de años más para que las mujeres fueran consideradas ciudadanas; todavía hace sesenta años mas o menos, ellas carecían de derechos, aún de los más elementales para el ejercicio de la vida en sociedad, y solamente eran conocidas en función de quien les concedía el honor de depositar la honra en su entrepierna y el apellido que distinguía la estirpe, la familia y la casa de procedencia. La decisión de tener o no tener hijos y el número de ellos era decisión y voluntad del varón, si no de dios nuestro señor, la mujer solamente tenía la gracia obligatoria de separar las rodillas y que fuera lo que dios quisiera. Ninguna dama que se apreciara de serlo honorablemente, podía expresar su voluntad de palabra, y menos de obra, para decidir quien se le antojaba como padre de sus vástagos, y no se diga respecto a un simple y placentero acostón sin consecuencias. Hasta el siglo XXI llegó como reminiscencia absurda la enseñanza de tres mil años atrás, desde los albores de los pueblos “civilizados” que armaron guerras de exterminio en defensa de la honra de su rey quien, habiéndola depositado en los labios mayores de Helena de Esparta le fue testeraeda por Paris el príncipe de Troya. A nadie se le ocurrió, desde entonces a esta fecha, que Helena no había sufrido ninguna violación ni secuestro, sino que por su propia voluntad, alegría y gustito había tomado la decisión voluntaria de huir con el papasote de Paris; no, todo mundo asumió que la mujer había sido llevada como un semoviente por un abigeo y que la honra de Menelao sería humedecida por lenguas viperinas y mordaces.
Tuvieron que pasar centurias para que el hombre se diera cuenta que había escogido el peor lugar para domiciliar su honra; peor aún, llegó primero a ellas la certeza de que el uso y disfrute de sus zonas erógenas es un acto de voluntad humana que ha pasado a formar parte de los derechos humanos no enajenables, ni negociables y que, las cláusulas del contrato matrimonial donde se limita el uso y disfrute del sexo, deben tenerse por no puestas ya que se trata de estipulaciones leoninas inaceptables, porque conculcan la libertad de empinar el papalote donde a cada quien se le pegue su regalada gana y a la hora que le sople el viento favorable para hacer rezumbar la rezumba que todo buen papalote debe llevar.
En estos tiempos en que se exalta el orgullo de ser minoría, corren tan rápido los acontecimientos, que lo gay ya ni es de minorías ni da orgullo, me atrevo a decir que ya son mayoría y por lo tanto debe pasar como normal común y corriente. Ahora que las nuevas formas de unión de pareja están descubriendo la parte leonina del viejo contrato matrimonial, cabe predecir que muy a corto plazo la viejas fórmulas solemnes y asfixiantes del matrimonio se irán a la goma, para dar paso a uniones más libres, más inteligentes, que no ataquen ni repriman las libertades de que todo ser humano debe goza y digo gozar en todos los sentidos del término. Esto viene a cuento, porque los ayuntamientos veracruzanos, y no sé si en otras entidades, se esfuerzan en organizar el día del amor, 14 de febrero, matrimonios colectivos de parejas a las que se les nota que están al borde de la nausea de vivir juntos y preferirían un decoroso par de lustros de viudez, a la que, todo mundo tiene derecho y debería elevarse a rango de garantía constitucional. Propiciar oficiosamente el matrimonio, cuando la gente está bien como está, es una intromisión injustificable, y una violación de los ayuntamientos al principio jurídico que dispone que los funcionarios no pueden hacer lo que no les está mandado a hacer de manera expresa en la ley.

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