sábado, 25 de febrero de 2012

BURÓCRATAS DEL MUNDO: REBELAOS

“La vida comienza con un grito; pero se reanuda cotidianamente con el timbrazo del despertador”

Abro los ojos cuando el corazón sobresaltado quiere sacar sus manos por mi boca, para apagar el viejo despertador cuya incontinencia a hora exacta, permite que a las seis de la mañana deje escapar todo el montón de ruido que durante veinticuatro horas, ha ido acumulado con paciencia sádica. Yo, más automático que el reloj, levanto la mano y le sumo el tapón del ruido. Se calla, pero sé que una silente carcajada se le queda enrollando en el áncora. Lo miro de reojo, con el único que puedo abrir, a esa hora todos los parpados son de plomo, y él con toda su carota me dice fosforescente: Levántate, son las seis.
Siento y pienso: cómo es posible que en ocho horas de estar aquí, no haya reparado en la lisura de las sabanas, en la tibieza, en la sabrosura de la cama…El maldito despertador insiste en tono de niño burlón: Ya nomás te queda una hora cincuenta. Te está esperando mi hermanito el reloj checador… ¡El reloj checador! Otro sobresalto cardiaco; arrojo a un lado la cobija, tambaleante, en el claroscuro de la alcoba mis dotes adivinatorias me conducen al baño. Entre la taza y la regadera me asalta la duda (mi masoquismo no tiene límite) ¿Qué hora es? Salgo por el reloj despertador y lo planto frente a mí, mientras me rasuro, mientras me baño, mientras permanezco dentro de ese cuarto donde, si el mundo fuera perfecto, no correría el tiempo.
La preocupación no es gratuita, al más leve descuido el reloj juguetón acelera: ¡Éjele que ya nomás te falta una hora pasadita y no sabes que ponerte! Me lleva quince minutos escoger la ropa del día; mis mejores calzones están en el guardarropa de mi hijo mayor…voy por ellos. De los dos pares de calcetines que hay en el mueble unos tienen hoyito y los otros son uno de uno y otro de otro; la camisa que quería está colgada serenándose en el tendedero del patio; desde aquí la veo crucificada en el alambre, resignada bajo la presión de las pinzas. Finalmente, aunque no a gusto, triunfo. Salgo vestido de la recamara. En el reloj del comedor, dicho sea de paso: aparato más considerado que el despertador, son las siete y media.
Calculo: Huevos tibios de un minuto, un minuto pan tostado, tres minutos y van cuatro; una taza de café exprés, seis minutos. Lo exprés del café no se refiere a la concentración de su contenido sino a la velocidad con que lo bebo. El calentamiento del motor del auto consume los diez minutos límite para llegar a checar a las ocho en punto. Aquí termina la carrera contrarreloj y se inicia la competencia contra todo ciudadano que se cruce o empareje con uno. Con una reversa rechinante dejamos chimuela la cochera…Allá vamos como catapultados; somos uno entre muchos iguales; ¡ah, sí, pero yo llevo preferencia porque tengo que llegar a checar!... ¡Ábranse cabra de bolones! Avanzo diez metros…Quince metros…Un metro. Alguien me quiere rebasar por la derecha; lo reconozco: es un compañero de trabajo que también viaja contra reloj, lo está esperando el mismo diabólico checador, martirio de burócratas, horma de mi zapato. Mi congénere quiere ganarme el lugar en la fila de autos pitofleros. Setenta y dos metros adelante, frente a la escuela primaria las madres detienen sus coches, con toda lentitud hacen descender a sus engendros mientras el policía de tránsito levanta los brazos en actitud comulgatoria. Los hijos de la checada desesperamos, nos desquitamos con el motor. Tic tac, el tiempo camina en redondo en las carátulas de los relojes. Ese infeliz no va a checar primero que yo: me digo para mis adentros; acelero y tomo en sentido contrario un tramo corto de la calle lateral, salgo a una zona desahogada, acelero sobre el empedrado, me gritoneo con un taxista que si viaja como dios manda, llego a la bocacalle, una gran fila de veloces automóviles pasan frente a mí, supongo que si no me atrevo me van a dar las ocho en esa esquina; me decido, cierro los ojos y acelero; llego a mi destino, me bajo del auto como lo hacía El Llanero Solitario de su caballo: aún andando; corro atropellándome con otras personas que van a lo mismo, arrebatando mi tarjeta de su casillero, los de atrás me empujan y las de adelante no me dejan llegar…Tic tac, tic tac, , meto la tarjeta en la ranura del reloj, un leve chasquido: Las ocho uno; estoy dentro de la tolerancia. Por dentro algo se me desinfla, ya calmado decido esperar al amigo que venía queriendo ganarme el lugar; llega a las ocho once. ¡Yo soy diez minutos más listo que él!

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