martes, 14 de diciembre de 2010

LUZ Y SONIDO

Unos amigos entrañables me invitaron a la primera comunión de su adorado engendro, a pesar de conocer mi galopante ateísmo y fui a la ceremonia, después a espléndida comida en restaurante de moda y, al despedirme fui obsequiado con una bolsa de “recuerdos” de la ocasión dentro de la cual, entre pequeñas tarjetas y cerámicas fechadas, venía un paquete de ostias pintadas de colores y recortes de grandes ostias al natural.
Para el desayuno del día siguiente abrí el celofán de las ostias pequeñas y las saboreé bajándomelas con café con leche para evitar que, como antaño, se me pegaran en el paladar. El sabor de la harina de que están hechas, me remontó a mis recuerdos de la infancia en Jalacingo en donde hice mi primera comunión con tanto gusto y algunas otras a regañadientes… Pero, ese saborcito… Ahora le faltaba algo, por mucho que lo aderezara con cafecito caliente, por más que en vez de sólo una me apretara en la boca media docena de ostias no me supieron igual a aquellas que según mi madrina de comunión, doña Mariquita Serrano Cuevas que Dios ha de tener en buen pesebre, estaban consagradas y contenían el cuerpo de nuestro señor. ¿Acaso a estas les faltare eso?
Desenvolví un paquete grande de celofán que contenía ostias grandes, como las que los curas tienen que partir en dos o cuatro pedazos para metérselas a la boca, suponiendo que el sabor sería distinto, pero era el mismo que el de las pequeñas, insípido, medicinal, de harina cruda.
¿La vejez me ha arrancado la eficacia de las papilas gustativas? Me pregunté, y me contesté metiéndome otra solitaria ostia en la boca tragándomelas sin masticación, para comprobar si en eso estaba la diferencia. ¡Pues no! No está en eso. En ese momento mi mujer se sentó a la mesa con su taza de café en la mano, tomó la bolsa de ostias y diciendo: “A ver” las probó sólo para decir: “¡Guácala!” Y eso que ella conserva sus creencias católicas y de vez en cuando asiste a las misas de cuerpo presente de nuestros amigos que ya se están desmadejando de viejos, y comulga a la salud de tal o cual difunto cada que se da el caso, que es cada vez más seguido.
Casi sin quererlo mis recuerdos me llevaron a escenificar la ceremonia de comunión en las que las ostias me sabían a gloria: La iglesia del padre Jesús era iluminada con grandes cirios que olían a cera, todas las luces del templo se encendían y reflejaban en los remates de oro del retablo principal, el organista hacía sonar el instrumento, primero suavemente, pedaleándolo con delicadeza; el sacerdote oficiante iba haciendo una serie de movimientos cifrados, aunque siempre los mismos, que reclamaban atención absoluta, no permitía la menor distracción, los feligreses sentados alrededor de uno tampoco permitían digresión ninguna, callando a quien chistara e incluso coscorroneando impunemente a los menores que se removieran en la incómoda banca de madera pelona. En un momento dado el oficiante tomaba la ostia descomunal con cuatro dedos, dos de cada mano y la elevaba hacia la bóveda del tempo que dejaba caer una luz cenital, en ese instante se desgranaba un tañer de campanas que los monaguillos en torno al sacerdote hacían repicar intensamente, otro columpiaba un incensario que invadía del sabroso aroma del incienso todo el lugar y el organista aporreaba el órgano a todo volumen pedaleando como para subir la cuesta más empinada. En medio de ese espectáculo de luz y sonido el sacerdote comulgaba con ostias y vino, guardaba todo en un relicario con puerta de oro y con un además de: “Ora si, les toca a ustedes”, nos invitaba a tomar la comunión.
Cuando volví de mi recuerdo me encontré en la mesa de mi casa con mi taza de café enfrente y mi mujer al lado haciéndole fuchi a los recortes de ostias y reflexioné: La Iglesia es la inventora del asalto subliminal, penetra tu conciencia por medio de todos los sentidos, vista, oído, olfato y gusto. Con esa intromisión de estímulos uno puede encontrarle buen sabor hasta a la hiel… Y concluí: A estas ostias que me estoy desayunando les falta todo eso: luz, ruido, olor y consecuentemente sabor.

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