sábado, 18 de diciembre de 2010

EL ÚLTIMO ARBOL

A la orilla del río un pino taciturno medita su suicidio sobre el agua sin reflejos, sucia, espesa y agria; árbol enfermo, viejo y desnutrido por el lugar infecto donde se halla; cerca de él dos guardias armados con sendos rifles sónicos otean el horizonte desde un promontorio de escombros; visten uniforme térmico auto-regulable, confeccionado con espuma comprimida de neopreno flexible, de color mimético, blindado, entallado completamente al cuerpo, lo último en sistema tegumentario sintético. Son guardias forestales que tienen la consigna de cuidar, con su propia vida, la seguridad del último abeto del continente americano que, gracias a los cuidados de que es objeto, ha podido conservarse precariamente por encima de la exterminadora contaminación, sumada a las adversas condiciones climáticas provocadas por el incontrolable calentamiento global que arreció a fines del siglo XXI.
El pequeño árbol ha sido descubierto recientemente por el eminente fitógrafo canadiense William Mc’ Arce, quien en una de sus exploraciones científicas llegó a las estribaciones de una elevación orográfica conocida con el nombre de “Big Peter’s Coffer” (Cofre de Perote en el antiguo idioma hispano). El hallazgo lo hizo guiado por viejas consejas orales trasmitidas a través de tres generaciones de sobrevivientes de la hecatombe producida por el huracán “Noé” de finales del siglo anterior. Inmediatamente después de su descubrimiento se tomaron las medidas necesarias para proteger el valioso tesoro botánico, de su principal depredador, que sin lugar a dudas es el mismo ser humano, en particular de esas peligrosas hordas delincuenciales que con el pretexto de reivindicar costumbres ancestrales, pretenden apoderarse del último árbol que queda sobre la faz de este continente que se hunde cada vez más en las turbulentas aguas de los océanos que lo circundan.
Entre los viejos hábitos que estos salvajes pretenden resucitar, está ese extraño ritual cuyo origen se pierde en la oscuridad del tiempo, consistente en cortar determinados árboles para llevarlos al domicilio, adornarlos con esferas de vidrio y luces de colores, en la época en que se señalaba el último mes del año calendárico; me refiero al antiquísimo almanaque gregoriano que rigió hasta finales del siglo XXII en que se adoptó el calendario infinito de los antiguos mayas.
Esa costumbre de derribar árboles se generalizó a tal grado en el mundo incauto de entonces, que no había familia (antiguo régimen de agrupación simbiótica) que no introdujera en su domicilio aquellas especies arbóreas conocidas como “arbolitos de navidad” para conmemorar un hecho incierto como era el supuesto natalicio de una dios humanizado al que sacrificaban en su honor esa especie vegetal. Con el tiempo la tala de temporada acabó con los abetos que eran los adecuados para esa ceremonia supersticiosa y, habiéndolo agotado se buscaron otras especies parecidas y aún distintas, al grado de que poco antes de su eliminación total, se comenzaron a usar sucedáneos y remedos de árbol. ¡A ese grado estaba arraigada la costumbre!
Cuando Mc’ Arce descubrió el último abeto y la noticia se difundió universalmente a través del ciberespacio, aparecieron por todas partes las “Hordas Pírricas” tratando de apoderarse del último árbol para llevarlo a su refugio provisional, que más bien era definitivo, porque hacía ya muchos lustros de que las dependencias de protección ciudadana habían improvisado refugios de damnificados por el huracán Noé, que a la sazón estaban convertidos en domicilios permanentes. Se les llamó hordas pírricas, porque eran grupos que no teniendo absolutamente nada que perder, cualquier cosa que lograran era ganancia, de modo que empeñaban todo su arrojo y coraje para obtener cosa nimias e insignificantes.
Es deprimente observar como los guardias forestales cuidadores del último árbol, luchan y exterminan a los osados que se aproximan al taciturno abeto que, sobre el agua sin reflejos medita desdeñosamente su suicidio.

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