martes, 25 de enero de 2011

OBESOS ¡OH! BESOS

¡No Veo porqué el programa de salud insiste en que no haya niños gordos en las escuelas, cuando no dicen nada de los viejos gordos que hay en el gobierno!
Los llenitos que no han cumplido los doce años no debieran preocuparnos tanto como los que ya han rebasado la adolescencia, la adultez y siguen gordos y tirando a más para los lados, como lo descalifica el seguro social. Ya me gustaría ver al licenciado… No digo nombres por temor a represalias, pero digo, ya me gustaría verlo con una cinta métrica en la mano, y si no le alcanza pues un flexómetro de carpintero o un miriámetro de ingeniero topógrafo midiéndose el anchor de la panza con todo y ombligo que lo debe tener como fanal de Volkswagen antigüito. Y no se imaginen ustedes a quien me supongo que se están imaginando, que yo a esa persona le guardo mucho respeto; me estoy refiriendo a un funcionario del gobierno federal que tiene que ver con el dinero y que ese si está tan gordo que les dice quítense a nuestros queridos gordos de acá cerquitas.
Tampoco veo porqué el supuesto problema se fija en los gordos, cuando tenemos algunos flacos esqueléticos y espiritifláuticos que debieran mover con su sola fantasmal presencia, los programas de alimentación sana de la secretaría de salud. Si las cosas son como se proponen, a esos es a los que deberíamos alimentar con comida chatarra para que suban un poquito de peso y no anden con el saco como si no lo hubieran sacado del gancho. Nomás les falta el tubo del ropero atravesado arriba de la cabeza.
Pero yo creo que la gordura como la delgadez debieran considerarse dentro de los derechos humanos, cada quien su manteca o su tuétano. ¿A quién le importa que yo esté gordo o flaco?
Cada quien su hambre, debiera ser un apotegma tan válido como los de don Benito Juárez, “el respeto a la gordura ajena es la paz”. ¿Qué madres tiene que andar fijándose la gente en mis llantas, en mis cachetes, en mi papada? ¿Qué derecho tiene el secretario de salud de decidir lo que me como? O como decía aquel anuncio genial: ¡Cómo cómo como… como cómo como!
Yo protesto porque desciendo de una familia de gordos; de lado materno tías y tíos eran gordos, a mi madre Isabel Ochoa en vez de Chabela le decían Chabola y de ahí toda la camada que vivieron el siglo pasado, casi completo porque fueron muy longevos, todos eran obesos, les decían los gordos Ochoa. El que murió más joven lo hizo a los 86 años, y comían todo aquello que, sin calificativo de chatarra, ahora lo prohíben los médicos: carne salada, chicharrones, queso de puerco, longaniza, chorizo, pan de Xico, de Dauzón y de La Providencia, tamales de chile, de dulce y de manteca; guisaban con manteca de cochino y después de comer dormían la siesta tan en serio que se ponían piyama y rezaban: “Con dios me acuesto con dios me levanto y la virgen santa me cubre con su manto” y se sorrajaban diariamente una siesta de una a dos horas, y así vivieron hasta que sus respectivos cónyuges y vástagos les pidieron por favor que ya se decidieran a morirse porque ya estaban desperdiciando el oxígeno que nos tocaba a los miembros más nuevos de la familia.
Y de los flacos ya ni se diga, antes que se inventara la bulimia y la anorexia, tuve parientes a los que hasta a la tuberculosis le daba lástima atacarlos; esos García del lado paterno, todos ososos y desnalgados que parecía que bailaban cuando caminaban, la gente en la calle les estiraba los brazos pensando en que de un momento a otro se iban a caer, y nadie pensó en someterlos a régimen de sabritas, ni chocorroles, ni chicharrón de harina con queso de soya. También vivieron hasta que la familia los arrumbó en el cuarto del traspatio para que no dieran lástimas a las visitas.
La comida en la mesa presidida por el padre de familia, donde se empezaba con la sopa obligatoria, se continuaba con el arroz y después el palto fuerte, para rematar con los frijoles, el postre, el café, el plus café, el puro y la sal de uvas, ya pasó a la historia por muy buena costumbre que haya sido; ahora nos damos de santos que haya padre de familia presidiendo la mesa, y que bueno, por lo regular los padres de familia lo único que producían era indigestión. Pero insisto, ser gordo o flaco debiera ser una garantía constitucional. ¿Quién se puede atribuirse el derecho de opinar respecto a lo que ponemos en nuestro plato?

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