jueves, 18 de agosto de 2011

DECREPITUD

Nos informa la directora de Asistencia del DIF, que en Veracruz hay más de ochocientos mil viejos. Yo me cuento entre ellos, tratando de conservar los valores de la vida: que sea sana, placentera, útil, autosustentable, programable y digna.
Por razones intelectuales y frías, no apruebo las vidas matusalénicas. Mire usted que vivir 969 años, no es ninguna proeza, todo lo contrario es una vergüenza, un atentado a la naturaleza, a la verdad, al buen vivir, a la sociedad y a las buenas costumbres.
De Matusalén, decano de los ancianos, la Biblia da noticia a medias, sólo dice que vivió todo ese tiempo, que fue hijo de Enoc, y que a los 187 años concibió a Lamec y a otros y otras. No dice en qué año nació, ni de que tamaño eran los años que vivió, no dice a qué edad entró a la adolescencia, ni si era “traga años”, aunque pueda inferirse que si lo era, tampoco nos cuenta a qué edad dio “el viejazo”, aunque es de suponerse que para llegar a casi mil años, es posible que hubiera dado, no uno, sino varios viejazos. De lo poco dicho por la Biblia, se infiere que murió en el año del diluvio, del cual tampoco se tiene fecha precisa; pero aquí también se puede colegir que muy posiblemente no murió de muerte natural, sino ahogado, pues en lo que se cuenta de su nieto Noé, por ningún lado aparece que entre las parejas de animales y personas hubiera andado el vejestorio Matusalén. El capítulo siete del Génesis da cuenta precisa de que quienes subieron al arca, fueron los hijos del profeta: Sem, Chám y Japhet, la mamá de ellos y sus mujeres. Aparte el hato de animales aparejados de la escala zoológica, de changos para abajo, hasta llegar al comején, que según Virulo se encargaría de no dejar rastros de la ahora tan buscada arca. La larga vida de Matusalén está por escribirse, para enmendarle la plana a la Biblia.
En nuestra cultura occidental llegamos a viejos sufrientes, inútiles, atenidos e indignantes, porque la religión que profesamos y la ética que entendemos, nos impide programar nuestra propia muerte antes de comenzar a sufrir los embates de la decrepitud. Creo que ya lo he dicho antes: a pesar de que en este siglo XXI ya estamos preparados para ello, a nadie se nos ocurre que la muerte puede tomarse como decisión personal, todo lo contrario, le dejamos esa decisión absurdamente a un ser (¿?) distinto a nosotros, porque nos asusta enfrentarnos con la voluntad personalísima de morir. La subrogación de nuestra voluntad, nos coloca en una tristísima espera, tan incierta como estúpida, de modo que la impaciencia, también pasa a formar parte del bagaje de la ancianidad, con ella llega la lástima y la caridad. Los programas oficiales de ayuda a los viejos, están precisamente movidos por esas dos emociones humanas, lástima y caridad.
Como dije al principio, la buena vida debe tener ciertas condiciones: debe ser sana. La salud, todo mundo lo dice, es un valor importantísimo, prioritario incluso frente al dinero: “La salud es lo importante, el dinero va y viene” lo repite la sociedad a cada paso; pero así como la juventud se asocia con la salud, la vejez se asocia con las enfermedades y los achaques. También se dice en tono de humor: “Al que después de los sesenta no le duele algo, es que está muerto”. El dolor y el sufrimiento son los indicadores pues, de que tiene uno que comenzar a enfriarse para salir a la intemperie de la muerte. A veces el sufrimiento es tan intenso que sólo lo alivia la defunción, sin embargo, las viejas leyes vigentes pero obsoletas, siguen castigando a quien se adelanta a la voluntad de Dios. Esta reminiscencia jurídica debe revisarse. Nadie es feliz si no está sano. Creo que cuando la vida comienza a padecerse en vez de disfrutarse, es el momento de tomar la medida más digna y generosa: dejar de respirar.
La vida debe ser útil, tanto para el que la vive, como para los demás, desde luego que la vivimos en sociedad y nos debemos al prójimo, pero la vejez tiene como condición la pérdida de la utilidad; primero dejamos de ser útiles socialmente, después pasamos a ser un estorbo familiar y finalmente la vejez nos convierte en seres dependientes, inútiles y atenidos a quienes, por la caridad y la lástima, ya dichas, a regañadientes nos cuidan mientras esperan tontamente la decisión de quien sabe quién.
La noticia de que en Veracruz tiene registrados más de ochocientos mil ancianos, está dada con preocupación, muy explicable. ¿Qué hacer con ellos? A nadie se le ocurre que el gasto en su atención es prioritario. Son gente que ya rindió, que no va a producir más, que representa echar dinero en saco roto porque ya nomás están esperando la muerte, ya no sirven para otra cosa. Todo eso es cierto, la sociedad en que vivimos requiere dinamismo, empuje y ligereza, los viejos somos el lastre, pero la solución no está en institucionalizar el aumento de la edad de jubilación, sino en adelantar una honrosa, feliz y voluntaria defunción.

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