sábado, 21 de mayo de 2011

OFRENDA

Sentado frente al piano, comenzaba a tocar una vieja melodía con nombre de mujer, del compositor cubano Ernesto Lecuona; a mis espaldas, adosado a la pared contraria, se erigía el pequeño altar dedicado a los muertos, levantado la mañana del día anterior, primero de noviembre, sobre una mesa de ofrendas. Un arco de carrizo cubierto de hojas de tepejilote y limonaria, adornado con flores de zepoalxuchitl, simulando una puerta, el umbral entre la vida y la muerte, le daba a la pieza cierto aire de solemnidad religiosa. Sobre la mesa de la ofrenda algunas veladoras alumbraban los rostros de mis antepasados muertos, presentes en fotografías recargadas en otros objetos alusivos a la festividad de los difuntos, calaveras de azúcar, cortejos fúnebres hechos de papel maché con cabezas de garbanzo, copas con tequila, vasos con aguardiente, panecillos de forma humana, algunas frutas, vasos de agua e incensarios incandescentes despidiendo humo con olor a misa de cuerpo presente, luz tenue.
La música rodaba incipiente sobre las teclas blancas y negras del piano, cuando un golpe suave sobre la mesa de la ofrenda se escuchó claramente; dejé de tocar, sin retirar las manos del teclado volví el rostro hacia el altar, suponiendo que algún objeto mal colocado hubiera caído, pensando también en que alguna vela de las que estaban encendidas pudiera haberse desacomodado del candelabro con lo que podría provocarse un incendio; como nada de eso había pasado, todo estaba en su lugar a primera vista, volví el rostro sobre la partitura y continué tocando. No había pasado un minuto cuando un segundo golpe, más sonoro, más imperativo, me obligó a dejar de tocar, levantándome del piano, encendiendo las luces de la pieza y acercándome al altar para asegurarme de lo que había producido el segundo golpe. Todas las cosas estaban en su lugar. Un escalofrío me recorrió el cuerpo, interioricé una petición de control y comencé por apagar velas y veladoras para evitar un posible incendio, retiré los incensarios a un lugar donde no representara peligro alguno, finalmente recosté las fotografías que tenían marco y cristal y sólo dejé de pié las fotos de postal. Al volver a sentarme frente al piano un tercer golpe a mis espaldas me hizo perder el control, de tal modo que en vez de volver a la melodía que antes tocaba, comencé a aporrear el teclado con fuerza, como tratando de ausentar con el ruido mi propio miedo. Dejé de golpear y sentí que el vibrato se prolongó más de lo acostumbrado, cerré la tapa del piano, apague las luces y salí, aseguré la puerta de la pieza pensando en evitar con eso que el gato, entrara incitado por el aroma de alguno de los alimentos puestos en la ofrenda, se trepara al altar y provocara algún ruido, que iba a acabar de asustarme más. Después de hacer todo eso subí las escaleras que conducen a la segunda planta de la casa, donde está mi dormitorio. Al caminar sobre el pasillo reflexione en que esa noche de muertos era yo el único en la casa, mi mujer había salido de la ciudad en compañía de su madre para asistir a un chequeo médico, mis hijos hace años que se fueron a formar sus propios hogares. Yo era el único habitante vivo en la casa, así que entré al dormitorio, encendí la luz y cerré la puerta a piedra y lodo.
Ya recostado con los ojos cerrados, la cabeza en la almohada, cavilé buscando explicación de los tres golpes sobre el altar dedicado a los muertos, repasé la tradición desde sus orígenes prehispánicos, hice hincapié en mi posición intelectual que me ha llevado a no creer en un “más allá”, ni en el alma ni en su sobrevivencia, ni en su trasmigración, ni en sus paseos noctívagos, ni en su presencia en los altares y ofrendas anuales. Insistí en el positivismo puro, en que es un cuento el tránsito del mundo al inframundo y viceversa, que todo eso es sólo un juego de bellas tradiciones cuya virtud es hacernos recordar a quienes amamos entrañablemente y que, irremediablemente dejaron de respirar. “Siempre se mueren los otros” uno se da cuenta porque sigue vivo. Con ese pensamiento que me hizo sonreír, comencé a caminar de la vigilia al sueño, cuando un dedazo sobre el teclado del piano me despertó, la nota seguía vibrando en mis oídos. Me pregunté incrédulo: ¿Habré oído de veras el sonido del piano, o solamente lo soñé? Sin llegar a una respuesta, me cubrí la cabeza con la cobija y me dormí profundamente; el día siguiente ya no era día de muertos.

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